A
veces las exposiciones se te pegan; hay un tipo de obra que se pone de moda y
de repente te tropiezas cada dos por tres con artistas y trabajos parecidos.
Hace unos años fue la plaga de cubrir objetos de color dorado, luego la de
quemar dinero, luego la de atar dos maderas con una cuerda, apoyarlas sobre un
pedazo de tela -por ejemplo- y aderezar la obra con un título literario y
corpulento.
El
caso es que cuando uno es incapaz de apreciar ciertos fenómenos de atracción
artística, o ciertos artistas, se pregunta qué pasa: ¿será una limitación personal o tal vez un lugar incómodo hacia el
que la reflexión y la crítica te empujan? Un poco de cada coincide en esta
exposición.
Caminamos
por las salas del CGAC entre obras de Carlos León (Ceuta, 1948) que en su mayoría
han sido realizadas en esta últimos época. Aunque él mismo se defina como
“pintor español”, Carlos León también se encuentra ligado a la escultura desde
los años setenta. Por aquel entonces León estuvo adherido a un tipo de pintura
de carácter formalista ligada al movimiento francés supports-surfaces y en parte así es conocido en nuestro país: como
artista representativo de la pintura abstracta española. Sin apenas variaciones
en todo este tiempo – cambios de soporte, superficie o cualquier matiz
heterogéneo-, dos constantes en su trayectoria se trazan con claridad a lo
largo de la exposición: por un lado, la pintura de corte expresionista gestual
aplicada con las manos; por el otro las esculturas con materiales de sobra.
Estas
últimas consisten en desechos industriales -tablas, cables, telas- y chatarra
soldada o ensamblada con un cierto rigor cromático y aprecio a las texturas. El
lado lírico de la basura se pierde por completo al transformar los objetos
rescatados en composiciones equilibradas, en mobiliario propio de un salón o un
recibidor. Técnicas: collage, ensamblajes y objetos apoyados (que no es lo
mismo que encontrados, nada de trouvè)
en el suelo o en la pared. Títulos: “Membrana”, “Confidencia”, o “Ese orden que
llamamos amor”.
Carlos
León escribe a propósito de la muestra: “La chatarra es una escritura, la parte
legible de un lenguaje complejo. Y se diría que la función del artista que se
sirve de ella para construir sus obras es, en primer lugar, la de inscribir ese
lenguaje en el discurso general de las ideas, la de fundirlo en el más
específico de la reflexión estética, y situarlo en el territorio de la
producción artística circundante“. Y volviendo al principio, cuando hablábamos
sobre los límites perceptuales y cognitivos que una obra de arte despierta en
el pensamiento crítico, uno se pregunta cómo demonios inscribir el complejo
lenguaje de la chatarra en el discurso general de las ideas y de la reflexión
estética.
Al
final de una sala, el espectador puede observar una estantería metálica con
sobres acolchados sobre las bandejas y con el prefijo –pre- en el suelo. Luego puede leer el título: “Predecir”, girar un
par de veces la cabeza a los lados y relacionar la teoría escultórica con la carne
que tiene ante los ojos.
La
vertiente pictórica, formada por paneles de aluminio o láminas de poliéster
translúcidas, superpuestas haciendo veladuras, tampoco es fácil de apreciar a
primera vista. Sobre todo porque muchas de las fuentes utilizadas al escribir
este artículo le enmarcan dentro del expresionismo abstracto. La aplicación de
los pigmentos con sus propias manos, empapadas de simbolismo romántico, se
encuentra alejada de todo pronóstico expresionista abstracto. Ahora bien, ¿podríamos
hablar de costumbrismo abstracto? (ABC Cultural)
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