sábado, 18 de diciembre de 2010

Muros. Gerhard Richter




“-Mira, dijo Abel. Nos queda un muro y lo ensordecemos con nuestros lamentos.

Y Tima: El silencio está en la piedra. Nuestros dolores se petrificarán cuando nuestros gestos ya no tengan sentido. Pero nuestras lágrimas, hermanos, ¿quién las asumirá?

Había muros que les separaban de los hombres”

Edmond Jabès


Opacidad (Schandmauer)


Somos capaces de ver gracias a la escritura, y de captar mundos que no existen sino a través del acto de lectura. Conexiones que nos resultarían difíciles de apreciar de otro modo. Con las imágenes de Gerhard Richter, una detrás de otra, hoy superpuestas ante nuestros ojos, hemos atrapado una pulsación constante, lo que de muro revela su obra.

Un muro define dos espacios que de otra manera serían infinitos; Alemania del Este y Alemania del Oeste se encuentran en la frontera, pero resulta complicado determinar dónde comienza Berlín y cuándo ha dejado de replicar en la ciudad la presencia del muro. Los cuarenta y cinco kilómetros que dividían la ciudad estaban pintados por la cara Occidental de la piedra, 28 años en pie acumularon imágenes irreversibles. Los habitantes de la Alemania Occidental podían sentarse y contemplar la muralla pintada en acto de impotencia, grafiar el muro opaco no estaba prohibido. Las imágenes creadas eran la franja de unión con el más allá de Berlín, por medio de la contemplación exhaustiva del muro pintado (Schandmauer o Muro de la vergüenza), los berlineses podían oír la zona que les fue negada.  Allí sentados, paseando por los márgenes de Rin de piedra que separaba a familiares y vecinos, lo que no se pudo tapiar fueron los oídos de los habitantes. Podían escuchar la ciudad como un continuo de ruidos y voces, porque en el espacio sonoro no hay muros físicos. Lo que hoy en día conocemos por visuaudición, se refiere al fenómeno perceptivo que Michel Chion define como “concentrado conscientemente en lo auditivo, pero donde la intuición está acompañada y reforzada, así como parasitada por un cierto contexto visual que la influencia y proyecta sobre ella ciertas percepciones”. Imaginemos a un hombre, por ejemplo, en el año 1974, en una zona cualquiera de la Alemania Occidental, paseando a lo largo del muro o sentado en algún lugar. Si cierra los ojos puede cruzar el muro. Si los abre y se tapa los oídos, el muro de Berlín volvería a ser un muro de piedra. La escucha crea una visión de la muralla, si cabe más agónica, por situarse cercana y prohibida la imagen del otro lado.

El gesto de pintarlo representa el movimiento sucedáneo de querer romperlo, las manos se acercan con brochas a rozar la superficie de la separación, que es unión con el Berlín negado a la vista. El pincel sustituye al martillo. Gerhard Richter a menudo pinta con espátula.

En 1947, con trece años, Richter sobrevive a un bombardeo en Dresde (ex República Democrática Alemana), su ciudad natal. El mismo año los nazis se hacen cargo de su tía Marianne. En 1955, a los veintitrés años crea “Comunión con Picasso”, un mural que le permite ingresar en la Academia de Arte en Dresde. Termina sus estudios con otro mural “Lebensfreude” (Alegría de la vida). Ambos fueron cubiertos cuando Richter se traslada de la Alemania Oriental a la Occidental.  Tal vez sea por su trabajo anterior a los estudios en la Academia, como pintor de publicidad y escenarios, que Gerhard Richter trabaja en murales de manera habitual antes de partir a Düsseldorf y destruir su obra precedente. Como si de algo premonitorio se tratase, su trayectoria anunciaba que los murales formarían parte de su vida en calidad insospechada.

Richter se traslada a Düsseldorf meses antes de que el régimen comunista de la Alemania del Este alzara el muro en Agosto de 1961, y desde 1962 inicia su trabajo a partir de fotografías, tomando instantáneas de paisajes y retratos como fuente original para sus pinturas. Gamas de grises ilustraban desde iconos de revistas de la época hasta rostros de víctimas de la violencia, como la serie de ocho estudiantes de enfermería asesinadas, las imágenes de sus familiares, de internos en campos de concentración, o aviones y barcos alemanes destruidos. “El arte es la forma más elevada de esperanza”, dijo en una ocasión.

Abatimiento


“El poder del lenguaje debe ir dirigido hacia el lenguaje” escribía Agamben; asentimos por igual desde el campo de las artes visuales, el poder de las imágenes debe ir dirigido hacia las imágenes. Ya en 1966, Richter crea su primer mapa de color, formado por muestras de pintura industrial, y es a finales de los años setenta cuando su trabajo incluye obras como las conocidas pinturas grises o las tablas de colores (“10 tablas de colores”, “1025 colores”). Por esa misma época también comienza a trabajar con espejos y vidrio. “Pintar es una forma distinta de pensar”, nos gusta recordar esta frase suya, le proporcionamos un gran sentido. Mientras el muro dividía Alemania, su pintura fatigó desde las fotografías de múltiples connotaciones, llevadas al lienzo y borrosas, como si estuvieran cepilladas irónicamente hacia la derecha, hasta pruebas de color sin narrativa posible para la época vivida.

El contraste es evidente; entre las referencias en los retratos y la carencia de ellas en las pruebas de color, entre la opacidad de la pintura y la traslucidez del vidrio, la pintura de Richter parece sobrevivir condicionada a una doble intención, como puede ser la del decir o la del callar. Nos referíamos hace un momento a la acción de mirar aquella pared exenta, aquel muro de carga que no sustentaba ningún edificio visible, sino el peso del régimen impuesto. También al acto paralelo o sincrónico de la escucha, porque en el mundo auditivo no hay separaciones posibles pues a diferencia de los espacios, no se les pueden tapiar los oídos a miles de habitantes de una ciudad, y a otros tantos de la otra parte. La mirada se detenía en la vertical donde graffities y pinturas indicaban la propia censura que conlleva un muro que separa una ciudad; coches que abrían paso, franjas esbozadas, etc. La obra de Richter de este período anterior a la caída del muro, parece una muralla, de naturaleza defensiva y doble visión; por dentro, pinturas implicadas en la crueldad diaria y por el fuera, las imágenes de color o cristal realizadas para protegerse, como un castillo del peligro.

A partir de 1989, año de la caída del muro, el artista gira de nuevo su pensamiento. La espátula de Gerhard Richter, peina las fotografías con masas de pintura y coagula, como él dice “dos realidades en una”. Son fotografías en las que el óleo oculta una parte de la imagen, donde la pintura y la fotografía coinciden en el soporte, representan el mismo espacio a la vez que dos mundos distintos pero no opuestos. Como dos imágenes superpuestas, abatidas. En geometría se conoce como “abatimiento” cuando un plano que se corta con otro, se mueve de manera que uno de ellos gira sobre la recta en que coinciden hasta formar un solo plano. De ese modo, las fotografías pintadas por Gerhard Richter, resultan imágenes  que ligan dos campos de concentración visual. Richter aúna dos territorios en el espacio donde, por aquellos años, era posible hacerlo: en la intimidad del lienzo. Sus pinturas entonces parecen significar un muro traslúcido, donde es posible ver, a pesar de la masa reflexiva de pintura dinámica, lo que ocurre detrás de ella. Mitad y mitad.

            La experiencia audiovisual de los Berlineses, la visuaudición o escucha acotada por las imágenes que como parásitos la condicionan, no es más que un paralelismo que pretendemos establecer con las imágenes que Richter celebra. Si quieren dedicarle un tiempo a esta relación, observen como en las fotografías sobrepintadas, las masas de pinturas se corresponden con el perfil auditivo de la imagen. Son manchas vertidas e integradas en una imagen callada; las olas del mar, el agua, la lluvia, formas vegetales, formas, en todo caso, que hacen doler la imagen tomada de la realidad. A partir de la fotografía, Richter elige la mancha pensada para actuar sobre el rostro, el paisaje, los edificios, la multitud positivada. La sorpresa es una constante entre sus intereses, él mismo lo confiesa, la posibilidad de encontrar una imagen que en principio no esperabas encontrar, a la que te dedicas sin forma predeterminada. “Al final quiero obtener un cuadro que no había planeado… Quiero obtener algo más interesante de aquello que me puedo imaginar”.
Desde el punto de vista de la técnica, cualquiera de estos cuadros mixtos aúna dos técnicas en una sola superficie, los berlineses durante la vida del muro experimentaban esa visuaudición a diario. Las fotografías sobrepintadas siguen siendo muros. De contención, pues resisten las cargas horizontales del terreno fracturado, en este caso.

El año en que cae el muro es posible ver lo que había detrás; lo mismo ocurriría si rascáramos las fotografías pintadas. Los cuadros de Richter parecen, o podrían ser leídos, como parte de la memoria histórica de un país, testimonios de la experiencia política y estética de los miles de habitantes de la ciudad de Berlín. Recuerdos de aquella división de sentidos, la vista por un lado, el oído por el otro. Juntos en la misma imagen, pero un plano siempre cicatrizando el plano sobre el que se tumba. Dos realidades en una.

Translucidez

En la actualidad Gerhard Richter vive en Colonia. Nombrado hace unos años Hijo Ilustre de la ciudad, en el año 2007 le fue concedido el honor de crear una obra para un vitral destruido durante la Segunda Guerra Mundial, y sustituido en la posguerra por un ventanal blanco donde la claridad que filtraba resultaba excesiva para un templo gótico. El vitral de 100 metros cuadrados, situado en un lateral de la catedral de Colonia, fue ocupado por un gigante mosaico de pequeños vidrios con 70 tonalidades diversas (procedentes de otras vidrieras de la propia catedral). Junto a los ventanales del Medievo que sobrevivieron a los bombardeos, descansa el primer trabajo de Richter creado para formar parte de un espacio religioso, y él mismo recuerda la experiencia como emocionante, sobretodo “porque no puede descolgarse como un cuadro”

El cardenal  Meisnes, arzobispo de la ciudad, en la propia sede y ante el público, calificó la obra de “degenerada” (término patrocinado por los nazis para calificar tanto a las obras que serían tachadas a los ojos del público, como a los creadores posteriormente perseguidos). Al levantar el telón inaugural, se oyeron comentarios sobre la pertinencia del vitral en una iglesia católica, por no contener la representación de un mártir y parecer, a ojos de algunos, una obra más propia para una mezquita. Meisnes mandó colocar una enorme cortina negra para cubrir la totalidad del minucioso juego de luces de Gerhard Richter. En el evangelio de san Juan ya se encuentran clasificadas las personas según su tendencia hacia la luz o las sombras: “Y el juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, porque sus obras no sean reprendidas”. El mayor foco de luz de uno de los complejos arquitectónicos más famosos de Alemania, fue obturado lentamente.

             Resulta curioso que a Gerhard Richter le llamara la atención la cualidad inamovible de un vitral. Comentábamos sus comienzos murales, y la vidriera para la catedral de Colonia no posee propiedades distintas a las ya comentadas. Es un mural, forma parte de un muro, pero esta vez  deja pasar la luz. La imagen fue censurada por pecar de abstracta, cuando su naturaleza era iconoclasta y la gran idea del cardenal la elevó a las oscuridades de azar o sorpresa genial que tanto le interesa a Richter. Por motivos ajenos a su voluntad, el golpe de gracia de Meisnes devolvió a las sombras aquello formulado para que las horas del día reflejasen sus cambios de intensidad dentro del recinto sagrado.
          Revisando la trayectoria del pintor alemán, visitamos la pintura de un modo particular; como decíamos al comienzo, a través del espacio que la escritura regala. Antes de comenzar, recordábamos las palabras de Jabès, en el “Libro de las preguntas”: “Había muros que les separaban de los hombres”. Nos preguntamos si la pintura no se ajusta con demasiada nitidez a su rotunda sentencia. Una pintura es un muro que separa de los hombres. En cambio un muro no es una pintura que separa de los hombres, es un muro que da sombra.

        Hemos repasado la obra de Richter con la posibilidad abierta que sólo las palabras nos ofrecen, como si las fotografías sobrepintadas, las muestras de color o los vidrios fueran frames apresurados que se solapan mirando estos folios. De alguna manera, hemos construido un mural sobre Gerhard Richter, algo más interesante de aquello que nos podíamos imaginar. Y nos hemos encontrado con otra sorpresa sobre Richter que tampoco nos hubiésemos imaginado y recuerda Markus Heinzelmann, comisario de una de sus exposiciones en el 2009: el artista le comentó que ya había comprado su ataúd hace tiempo. De nuevo, dos realidades en una. Gerhard Richter convive con ambos espacios vitales, el de su vida y el del último lugar. A buen seguro, al comprarlo lo inspeccionó detalladamente, desde el material, hasta el espacio y el sonido de la tapa al cerrarse. Gran idea la suya, (reflexión en grado de hallazgo para nosotros, espectadores de su obra), pues el último portazo nadie lo escucha. (Dardo ed, 2010)

lunes, 20 de septiembre de 2010

A interpretação dos sonhos





Onírica elegancia

Sin un solo indicio de expresión dramática a lo largo del cuerpo, y regalando su apátrida elegancia por los escenarios aislados de sus fotografías, se distingue la figura de Jorge Molder (Lisboa, 1947). Con la imagen de su torso reclinado sobre las sillas del patio de butacas, mirando a la cámara y de espaldas al escenario, comienza la exposición que reúne casi ochenta obras colonizadas por su característico rostro de madera. Cualquiera de las tres series que componen la exposición de Molder bajo el título “A interpretação dos sonhos” (2009), podría estar fundada en el onírico mundo de las visiones propias del duermevela. El mismo año que estos sonhos se hacían visibles,  Molder elaboró una serie de fotografías sobre máscaras de su rostro que tituló Pinocchio (ojos de pino). Mediado el cuento, Pinocchio enfadado le pide al hada una explicación sobre por qué no crece, y el hada le contesta: “-Los títeres no crecen nunca. Nacen títere, viven como un títere y mueren como un títere”. A lo que el muñeco responde “- ¡Oh! ¡Estoy harto de hacer siempre el títere!”
Atrapado en su condición de marioneta, como el personaje de Collodi, Jorge Molder representa el papel de prisionero en un teatro inmóvil, rehén dentro de su máscara de actor agotado, decaído, sin ánimos para salir fuera de su encuadre. En una de las obras, con la serenidad en la yema de los dedos, Molder se retrata a sí mismo preguntándole a la palma de su mano sobre el paradero desconocido del dueño de aquella prolongación del cuerpo. En palabras del artista: “Dificilmente me reconozco en las fotografías… No las reconozco como autoretratos o como otro yo. Son fotografías de un personaje más abstracto(…) de un ser intermedio”. Semivivo. Nacer, vivir y morir dentro de una fotografía, y salir de ella sólo para tomar imágenes del mundo en el que uno está condenado a jugar a la representación de sí mismo.
En el trabajo que presenta en la Fundación Seoane, el personaje recreado por Jorge Molder parece un hombre recién salido de las desoladoras maquetas de James Casebere, del teatro de la indiferencia, el insomnio y la falta de apetito. Un ánimo abatido por desconocidas circunstancias se refleja en el carácter físico de Molder. El motivo permanece oculto, como sucede en la serie “Não me tem que contar seja o que for(Sea lo que sea, no tiene que contármelo, 2006-07). El artista elabora las imágenes a partir de referencias cinematográficas hacia autores preferentes, como David Lynch o Alan Resnais. Retratos de expresiones de niños, mujeres y hombres captados en el centro de una historia que no se revela. Como tampoco queda al descubierto la importancia del pequeno Bartleby de O pequeno mundo (2004). En esta ocasión, el protagonista aparece en una oficina o en un falso estudio, como si de casa al trabajo y del trabajo a casa su misión consistiera en acabar el escueto dibujo del que no se separa. Iluminado de continuo por luz artificial, aislado y sumergido en un mundo sin salida, el papel parece contener una respuesta transcendental para el hombre que lo observa.
“No puedes separar entre lo que has visto y lo que eres”, comenta Molder, el artista-modelo que parece haber crecido, no en el mundo, sino en el interior de una fotografía. Su obra bebe de la impasible constitución física que le caracteriza y que debe ser el resultado, la huella, de sus visiones sobre su expresión corporal. Guante sin mano, cuerpo sin alma; sus visiones le han quemado los ojos. (ABC, El Cultural)

domingo, 25 de julio de 2010

Negritudine




                Desdicha y milagros del continente atlántico. La voz de Josephine baker y la falda de plátanos con la que actuaba en 1920 por París y New York, el elefante escondido en los pulmones de John Coltrane, Nina Simone y los Black Panters. Cuerpos de jazz, de blues; cánticos a dioses paganos que habitaban el hemisferio sur y recorriendo América llegaron a Europa. El sonido de las estatuas de ébano hace retumbar el espacio colonizado por las 140 obras de arte reunidas, herméticas y silenciosas.
               Martin Luther King, Malcom X, los veintisiete años de prisión de Nelson Mandela, Obama.        Picasso, las pinturas de Edward Burra; “Noire et Blanche” (1926) fotografía de Man Ray que tal vez aúne la historia policromada entre las culturas negras y su relación con la cultura occidental. Esclavos africanos lanzados hacia América, negros estadounidenses que reivindican su tierra original, artistas criollos que hablan de sus raíces y pintores o escultores europeos que transforman una cultura inaprehensible en algo más que un elemento estético. Los gestos anónimos que se suceden desde el s. XVIII aparecen sumergidos en uno solo: la maqueta de un barco recubierto con purpurina negra “Garvey´s Ghost” (2008) de Radcliffe Bailey.
       La diáspora africana y la desacompasada infiltración cultural entre los dos hemisferios, es el tema que hace vibrar al blanco edificio de Álvaro Siza como una caña de bambú. Se trata de una representación esquemática sobre la comprensión del término “Arte Africano” desde principios del s. XX hasta hoy en día. Los comisarios articulan la exposición en siete capítulos o bloques temáticos que señalan la influencia que han ejercido las diversas culturas negras sobre el mundo del arte occidental y viceversa. Quedan reunidos bajo el mismo techo desde testimonios fotográficos de exclusión y racismo hasta un rostro tallado en madera realizado por Karl Schmidt-Rottluff en 1917, o una performance de Ana Mendieta.
Panafricanismo, Postnegro, New Negro; acepciones y representaciones para seguir la huella del mestizaje. Tal vez la llave de paso -en clave estética-, haya consistido  en la mirada frontal a la que aludía Jean Paul Sartre en 1948 en la revista “Orfeo Negro”: “He aquí hombres negros de pie que nos miran y deseo que sintáis, como yo, el sobrecogimiento de ser visto”.
Dos exposiciones comparten el CGAC: African Modern, con su punto de partida en el libro “The Black Atlantic”, (Paul Gilroy, 1993) y el diario del “Ocean Wave”, la pequeña embarcación en la que el holandés Bas Jan Ader se dispuso a alcanzar territorio británico desce California en 1975. Ese mismo año, Josephine Baker desaparece en tierra firme y por circunstancias naturales. Simple coincidencia que nos tuerce la boca. (ABC, El Cultural)

lunes, 28 de junio de 2010

Eslora infinita. Bas Jan Ader





“Todo movimiento sobre la tierra está regido por la ley de la gravedad, por la atracción y la repulsión, la resistencia y el abandono; esto es lo que produce el ritmo de la danza”. Así lo escribió en sus memorias una de las pioneras de la danza moderna, Isadora Duncan. Al suelo te caes y el suelo te ayuda a levantarte; la gravedad dominada es el medio que le impide al bailarín hacerse daño y ascender. La historia de la caída en el arte a lo largo del s.XX, comienza en el ámbito de la danza y hacia los años setenta, varios artistas conceptuales realizan acciones en las que se lanzan al vacío; la recuperación del golpe les impide levantarse, su objetivo no era danzario. En 1960 Yves Klein salta desde una ventana, y un año antes de la partida final de Bas Jan Ader, Philippe Petit paseaba por un cable metálico entre las torres gemelas. En las acciones que incluyen riesgo de muerte por voluntad propia, la gravedad no representa un medio constructivo, sino la verdad del accidente.
A través de los videos e instantáneas en blanco y negro presentes en la exposición, apreciamos que Bas Jan Ader (1942) se recuperaba de sus caídas para repetirlas variando el escenario; paseando en bicicleta se tira a un canal de Amsterdam, colgado desde las ramas de un árbol cae al río, rueda por el tejado de su casa hasta el suelo. En el video “The Boy Who Fell over Niagara Falls” (1972), Ader aparece sentado en una silla, leyendo la noticia de un periódico que relata la experiencia de un niño que sobrevive después de haberse caído a las cataratas de Niágara. Pequeños sorbos de agua miden las pausas del texto. “I´m too sad to tell you” (1971) reproduce el rostro del artista llorando. Variaciones del caerse. Fall in love. Lo que se hace con las cartas de un amor desatinado, el artista lo experimentaba con su propio cuerpo, arrojándolo una y otra vez sin apego alguno.
En el CGAC se encuentra el acopio de material propuesto por el comisario para visualizar, desde las primeras acciones de Bas Jan Ader en los 70, hasta los documentos relacionados con su último proyecto “En busca del milagro”. Con 21 años y después de once meses de travesía, Ader llega a EEUU en 1963 a bordo del barco “Felicidad”, escoltado hasta la costa por un buque de la marina estadounidense que lo encuentra a la deriva en el Atlántico. Bas Jan Ader  desaparece en el mismo océano en 1975. A la curiosa edad en la edad de 33 años, el artista conceptual de origen holandés y residente en Estados Unidos, decide subirse a un bote de cuatro metros de eslora, el “Ocean Wave”, con el objetivo de llegar a Inglaterra. Jan Ader y el mar. In search of the miraculous fue el título de su última travesía, meses después encontraron el bote en la costa gallega. "No se lanzó al Atlántico para desaparecer –comenta Pedro de Llano-, sino para hacer una obra de arte. Era un marino avezado, ya había hecho la travesía del Atlántico desde Marruecos". La investigación sobre el trayecto de la barca, reúne fotografías del bote en Coruña, testimonios de las personas que encontraron el barco, cartas náuticas y el sextante que Ader llevaba en el velero para orientarse. Por despecho hacia la vida o amor al arte, antes de ejecutar el único crimen que en Estados Unidos no es castigado con pena de muerte, Ader dejó ordenada la ropa para el viaje en su casa de California.
Las coordenadas de su trayectoria encajan a la perfección. Método: riesgo, fracaso, aventura, desafío. Elementos: mar, agua dulce, lágrimas, sorbos. Tema: caída, tiempo, muerte. Naufragio. El desenlace vital de Bas Jan Ader, no incorpora golpe contra el suelo, ocurrió en el líquido plano horizontal. Desde un puerto de la costa americana hasta algún lugar indeterminado en el océano. Como si el artista fuera el mensaje de una botella tirada por sí mismo desde una isla desierta. Duncan apunta en sus memorias el epitafio posible para el “Ocean Wave”: “Desconocemos el reposo de un descenso, y el placer de respirar, de remontar de nuevo el vuelo, y volver, como un pájaro, al descanso”. (ABC, El Cultural)

domingo, 9 de mayo de 2010

Caza de estrellas. Gilberto Zorio





Que el calcio de nuestros huesos o el hierro de la sangre, se hayan formado en el interior de estrellas que en la última etapa de su vida lanzaron estos elementos al espacio tras una gran explosión final, es una hipótesis enunciada desde el campo de la ciencia. El cuerpo celeste de cinco puntas, protagonista en la trayectoria de Gilberto Zorio desde los años setenta, representa el papel principal en la exposición del CGAC, realizada en colaboración con el Museo d´arte Moderna di Bologna. Nos encontramos ante obras emblemáticas que forman parte de un rastro de cuarenta y cuatro años de longitud. Composiciones significativas de un artista que nació en 1944 en la localidad italiana de Andorno Micca, y al lado de Penone, Giovanni Anselmo, Metz o Kounellis, es considerado una figura troncal del arte povera.
Todo comienza con el análisis y posterior diseño de Gilberto Zorio sobre el espacio donde se esparcirán las obras como semillas. El artista las dejará caer a lo largo del museo, reformado por unos meses con bloques de cemento, hasta formar una especie de cueva blanca y laberíntica, con líneas rectas y diagonales cuyo sentido obliga al visitante a desconocer el espacio construido por Álvaro Siza. “Me estimula la idea de construir una suerte de fortaleza capaz de conservar una dimensión de misterio” señala en la entrevista realizada por el comisario. Una vez perdidas las coordenadas espaciales, los elementos de la escenografía aluden a un ser cazador -canoas, jabalinas, pieles de animales, odres- y a un ser alquimista -metales, procesos de oxidación, erosión, calor, fósforo, azufre-.
El elemento que simboliza una voluntad cazadora es la jabalina, la estrella señala un anhelo de alquimia. Los dos signos coinciden en la misma dirección: búsqueda, deseo de presa, sed de alimento y de piedra filosofal. Hablando acerca de la estrella como símbolo de algo inalcanzable, Gianfranco Maraniello le pregunta a Zorio si se encomienda a arquetipos que sirvan como unidad de medida humana de lo incommensurable, y el artista responde: “Exactamente. Lo mismo vale también para la canoa, un instrumento de exploración que te lleva hasta donde no llegarías con tus propias fuerzas, un objeto con unas líneas esenciales que, en su forma ideal, es una jabalina cortada. Y esta es, a su vez, un instrumento que prolonga el cuerpo alcanzando aquello en lo que has puesto la mira; a la hora de ser lanzada se separa de ti, pero al mismo tiempo extiende tu posibilidad de agarrar las cosas”. Así es que la mayor parte de las estrellas que en varios formatos y presentaciones aparecen por el firmamento vertical del museo, se encuentran suspendidas por medio de jabalinas, o conformadas por lanzas metálicas. En la distancia acortada por Gilberto Zorio al casar dos símbolos, uno celeste y otro humano, comienza la historia del cazador que captura la estrella sin dañar su forma.
La “Stella di cristalo” (1977) se confunde con la sombra transparente proyectada en la pared. De aluminio y con luces estroboscópicas que apuntan a la pared, cuando “Stella Sparks” (2008) se apaga, es posible apreciar los granos de pintura fosforescente dibujados en el muro; el calor que desprenden las resistencias, provoca el retroceso de los espectadores hipermétropes, algunos tienden las manos hacia la línea de luz. “Stella Pirex” (2009) porta en sus extremos alambiques con fluoresceína y fósforo en ebullición que tiemblan cada veinte minutos, al tiempo que un silbido inunda la sala de repente. Zorio comenta el pavor que le producía el silbar creciente entre los árboles cuando era niño. “Canoa che avanza” (2007), también contiene un silbido, además de odres de piel de cerdo, una estructura de hierro y un compresor, interrumpido de vez en cuando por “La Internacional”.
Caza, animales, alimento. Estrellas, reacciones químicas, sustancias que brillan en la oscuridad. Las obras de Gilberto Zorio, dispositivos transitorios tanto en su referencia a la caza como a la alquimia, están compuestas por elementos que se desplazan –canoas, lanzas metálicas-, o se consumen -corrosión de los metales, lenta erosión de las obras de arte-. El tiempo y el espacio que atraviesan son materiales visibles en sus obras. El ritmo de los trabajos de Zorio es el de los cambios de estado, cada obra es un sistema abierto que intercambia materia y energía con el exterior.
Los procesos químicos responden de manera visual al paso del tiempo; combinarlos en una probeta o en un recipiente de zinc, significa o representa el dominio del hombre sobre los elementos que en el mundo se encuentran en estado libre. “La química es la física de la complejidad de la materia” definía Jorge Wagensberg. Gilberto Zorio no piensa la química, y desde otro campo de conocimiento y diferente punto de vista, confiesa el placer que obtiene al degustar la mutación visual que le es propia: “Me entrego a ella, a sus transformaciones, a un material impermanente, al milagro que le pertenece”.
En el s. XVII, Hennig Brand, alquimista a la búsqueda de la transmutación de los metales para fabricar oro (piedra filosofal inoxidable), recogió cierta cantidad de orina y la dejó reposar alrededor de dos semanas. Al hervirla quedó reducida a un residuo sólido, lo mezcló con arena y al calentar el combinado recogió el vapor que ascendía. Cuando el vapor se enfrió, se había formado un líquido sólido, blanco y cerúleo. Brillaba en la oscuridad y aquella sustancia recibió el nombre de portador de luz. Al lado del símbolo de la estrella, el fósforo es uno de los elementos más recurrentes en la obra de Zorio desde los años setenta, como él mismo dice: “para obtener el día y la noche”. También incorpora la luz negra  –ultravioleta-, utilizada en otros ámbitos para detectar firmas falsas, infecciones cutáneas o rastros orgánicos invisibles en condiciones de luz ambiental. Tanto si el calcio de nuestros huesos o el hierro de nuestra sangre hayan venido de allá arriba o de otro escenario, sus obras no tienen sombras o incógnitas por despejar. Representan los trofeos de un artista que persigue la transmutación de la obra de arte a la luz del día y la noche. (ABC, El Cultural)


domingo, 2 de mayo de 2010

Catalá-Roca. Limpiar la luz



“… se dirigió a la pared donde tenía colgada una fotografía suya, la cogió y la tiró al suelo. Me dijo: ¿Ves? Y si se rompe, se copia otra”. El comisario de la exposición recuerda estas palabras que el fotógrafo le dijo un día. La imagen no es tangible, como entendía Francesc Catalá-Roca (1922-1998), hasta el punto de reconocer que la posibilidad de multiplicar un negativo mil veces era el valor primero de la fotografía. Más allá de la reproductibilidad, cuando suena el clic del obturador, la imagen “ya está”. El resto es polvo, partículas sueltas de aquella matriz. Hablamos de ese polvo, de las fotografías impresas en papel, que no es lo mismo que hablar de la imagen que reproducen.
La fotografía representa el paradigma del lugar -como diría Lezama-: “donde la imagen se despereza soltando sus larvas”. Asigna un tiempo y un espacio a la imagen como platea de un mundo en construcción. “El problema de un fotógrafo es básicamente cómo llenar un agujero, qué poner en el hueco que constituye el visor de la cámara”, escribe Fontcuberta en el catálogo dedicado a la obra de un fotógrafo que se consideraba más cercano a la literatura que a las artes plásticas. Con el obturador de la cámara instalado en su ojo, la literatura posible en la obra de Catalá-Roca se encuentra en el segundo golpe de cortinillas, ante el papel donde aparecen impresos y sin ampliar, todos los negativos de un carrete. En las hojas de contactos apreciamos lo que no aparece en la imagen final, lo rechazado, las anécdotas que emborronan la instantánea elemental. Precisión: enfermedad básica de un fotógrafo, que propiamente logra que establezcamos similitudes técnicas entre Cartier-Bresson, Man Ray o Catalá-Roca, confeso admirador de ambos.
En los contactos de Catalá se encuentra el grueso marco desdeñado por el fotógrafo, la zona fotografiada que no veremos nunca, el margen de improvisación que rodea los acontecimientos, la extra-imagen donde imprime su firma al deshacerse de cualquier detalle fortuito. Con la visión de la hoja de contactos, es posible recorrer las fotografías desechadas hasta encontrar el encuadre definitivo.
Responsable de fijar al papel una idea de España cuando corrían los años cincuenta y sesenta, Catalá mostraba un imaginario firme en las guías turísticas que realizaba para Destino, o los reportajes con los que ilustraba diversos medios de comunicación. Su obra se caracterizaba por un meticuloso realismo, diáfano, una escenografía fresca y la preferencia por las reproducciones sin color. Catalá quería ser recordado en blanco y negro, como sus imágenes, sin arrugas, envueltas en aire limpio. Como ilustrador de realidades -siempre defendió la fotografía como técnica desartizada-, el color suponía contaminación, dramatismo, la realidad del mundo al ser fatigado. Escribe Chema Conesa: “Al observar muchas de las imágenes que Francesc tomó en color se puede apreciar que el cromatismo actúa como elemento perturbador, ancla la imagen a la técnica usada e interrumpe la fluida conexión con la memoria sentimental que se desprende de sus fotografías”. Tal vez en la fotografía documental -arte de la descripción visual a golpe de bayoneta-, antes de pulsar el botón, funcione la conciencia de estar generando recuerdos para el siguiente público, el porvenir. El blanco y negro ya es obra del s. XX, reconocía el propio Catalá: “Son dos colores que todavía nos resultan familiares, pero que desaparecerán en el futuro. Son dos colores falsos, no existen. Serán como el latín, llegará un momento en que no se entenderán”
Dos momentos clave configuran el espacio de la fotografía analógica, la captura, y la elección de la imagen contundente dentro de la imagen obtenida. El modo en que el fotógrafo actuaba delante del contacto decidía la historia a revelar. Al recordar cualquier imagen de Francesc Catalá-Roca, sea un documental por encargo o un trabajo personal, sobreviene la impresión de tomas impecables, a pesar del marcado carácter instantáneo de sus fotografías de calles, pueblos, animales y personas cazadas de improvisto. El blanco y negro desinfectaba la imagen; después habría que eliminar el ruido visual de cualquier toma, y concentrar en el papel el momento justo, o detectar las anécdotas para vestirlas de hallazgos. Una toma cualquiera de la realidad cotidiana no vuelve a ser irrelevante desde el momento en que se fotografía. Madrid y Barcelona en los años 50, la Gran Vía, curas, militares, esculturas de Chillida y Gargallo, la gitanilla, pueblos, toros y puestos callejeros, Salvador Dalí en el parque Güell, o la primera vez que abrió los ojos Joan Miró al recuperar la visión perdida en 1982 a causa de cataratas. Es el testimonio de su cámara.
La fotografía le confiere relevancia a cualquier momento que no la posee, por el mero hecho de detener las imágenes. La obra de Francesc Catalá-Roca retiene una escena en la superficie, se trata de fotografías que podrían romperse. No así el retrato de unas décadas cuyos más de 200.000 negativos descansan como imagen de una península inacabada. (ABC, El Cultural)

lunes, 26 de abril de 2010

Entrevista a Manuel Eirís, Rúa Palma, Junio 2009







Maria Peña: Sobre tu trabajo en la rúa Palma n.º 9 desocultando fragmentos de papel de la pared, hablas de restos y ruinas, entiendes los restos como una pequeña ruina histórica, pero los diferencias del concepto de ruina. ¿Cuál es para ti la definición más acertada de cada idea, o la diferencia entre ambos términos?

Manuel Eirís: Entiendo los restos como una ruina de lo íntimo, de lo personal y lo diferencio de la otra que sería la gran ruina histórica. El término de “pequeña historia” lo empleó Boltanski para referirse a las intenciones históricas de su trabajo, por ejemplo si miramos las vistas de Roma representadas en los grabados de Piranesi, percibimos que siempre hay dos cuadros: uno sería el Coliseo, Santa María la Mayor, San Pedro... y otro la gente que por allí pasea, que están registrados junto a los otros pero son anónimos ante estos; ellos serían pequeña historia.

M. P.: ¿Qué quiere decir “una intención histórica”? ¿En qué modo podría relacionarse esa referencia a Boltanski en tu trabajo?

M. E.: La visión histórica necesita ponerle nombres a las cosas, meterlas en categorías. Boltanski hablaba de pequeña historia para referirse al pasado que permanece oculto entre cada hecho histórico. Me gusta ese término porque habla del pasado anónimo, pero no percibo a Boltanski como un referente demasiado claro en mi trabajo.

M. P.: La idea de esas “pequeñas historias”, como denominaba Boltanski a las ruinas singulares y anónimas, forman parte de la vivienda ocupada, pero en los desocultamientos tal vez la vida de las paredes quede relegada a un segundo plano. Se me ocurre que el soporte, a pesar de encontrarse en un interior que fue habitado, predomina en los conceptos que cruzas en los desocultamientos. ¿Si digo... La quinta del Sordo de Goya?

M. E: La Quinta del Sordo me interesa no solo por las pinturas negras en sí mismas —varias de esas pinturas las había utilizado mucho en el pasado y todavía las sigo teniendo presentes— sino por todo lo que se desconoce a su alrededor y por las múltiples interpretaciones a las que esta parte de la obra de Goya ha dado lugar. El hecho de haber sido arrancadas de las paredes donde estaban y trasladadas a lienzo con los deterioros que esta acción produjo, o que Goya las hubiese pintado sobre paredes que tenían otras pinturas, aprovechando incluso partes de estas, lo cual suscita dudas acerca de la autoría de algunas partes.

M. P.: Tal vez las ventanas, las puertas o las marcas de los muebles condicionan el lugar y el tamaño elegido para desocultar. ¿Hay algún porqué específico en el proyecto de la Rúa Palma?

M. E.: Todo el espacio condiciona al asunto siendo mi trabajo el que se amolda a él más que al revés y gracias a ello se hace posible el diálogo con lo casual. Tengo una forma de trabajar determinada, que más o menos conozco y que más o menos me sirve para comprender Llego con ella al espacio y trato de hacerla entrar. A partir de ahí empiezan a producirse fricciones de la misma forma que los antiguos moradores intentaban pasar un mueble grande que apenas cabía por las puertas y paredes del lugar. Esas fricciones, las de la casa con mi obra, dejaron sus respectivas marcas (vídeos, fotos, dibujos…) y son algunas de ellas las que aproveché luego para enseñar como parte del resultado. Por tanto, las puertas, ventanas, marcas y demás, es necesario que condicionen y cada una de ellas es un porqué específico, así que hay muchos y de todas las formas y tamaños.

M. P.: Y siempre desocultas en formato rectangular…

M. E.: Sí, en formato rectangular o cuadrado. Las catas que hacen en el terreno los arqueólogos son así también y las tablas en las casas de pintura muestran las gamas de los mismos, igual. Me gusta pensar que los desocultamientos hacen referencia a ambas ideas; por un lado, son una prospección que se hace en una superficie para hurgar en su pasado y por otro, son muestras de color de pintura encontrada, esto es, de pintura pintada, gastada, usada, con su tono, luz y matiz alterados por el azar; no fresca, nueva y del trinque, que es como la vemos en los muestrarios de las casas de pintura.

M. P.: Las acuarelas que realizas, anteriores al trabajo en la pared, y que forman parte de la muestra a posteriori, ¿tendría algún sentido borrarlas?

M. E.: Me acabas de dar una idea. Gracias. Igual te la copio, si me dejas, claro. La idea de borrar es el germen de los desocultamientos. Al comenzar a borrar superficies me fui dando cuenta, un poco intuitivamente, de esa idea que muy bien comentasteis tú y Agar, de que aquí borrar no equivale desaparecer sino a regresar.

M. P.: Claro, en tu trabajo borrar es un proceso aditivo…

M. E.: Sí, eso es. Borrar para mí significa más deshacer una imagen que hacerla desaparecer. La manera que tenía de pintar con óleo antes de borrar cosas tenía un poco que ver con esa cuestión que apuntas y de alguna forma la cosa vino por ahí. Lo trabajaba muy húmedo, con la pintura siempre fresca, de tal modo que cuando no estaba contento con la imagen que acababa de hacer simplemente la deshacía con más pintura revolviéndola bien y sacaba otra nueva, de una forma parecida a como se modela el barro. Me gustaba mucho trabajar así porque me permitía obtener una atmósfera coherente en la pintura, era una forma de trabajar rápida y con la pintura, como te digo, en todo momento fresca. Cuando por fin todo estaba como quería, paraba y la dejaba secar. Empecé a borrar cosas cuando me di cuenta de que por mucho que te empeñes en hacer desaparecer una imagen no puedes, aunque parezca un poco de Perogrullo. Lo que haces es siempre transformarla, hacer que aparezca de otra forma, la imagen borrada ya estaba allí, no es necesario ir fuera a buscarla en otro sitio.

M. P.: El paseo desde el Espazo Anexo hasta la casa, o viceversa, ¿forma parte de la pieza, o consideras que tiene algún peso específico dentro del proyecto?

M. E.: No forma parte de la pieza, es un lugar de paso.

M. P.: ¿Qué borrarías y qué te gustaría hacer regresar? En la historia del arte, en la actualidad social, política…

M. E.: Me gustaría borrar muchas cosas, en el sentido de transformar, no de hacer desaparecer, como a casi todo el mundo. En lo de hacer regresar, hay una cuestión con la que hay que tener cuidado que es la nostalgia. Supongo que vivir como si estuvieras en otra época o en otro lugar sin aceptar el que te ha tocado, no es del todo positivo, pero también pasar de largo ante el pasado sin valorar la tradición… Por ejemplo, debates del tipo de si la pintura tiene o no lugar hoy, o si la obra física va a desaparecer porque lo dicen las nuevas tecnologías me parecen superfluos. Lo único que se tiene que renovar continuamente son las ideas. Y las técnicas, los soportes, son fruto de ellas, así que la pintura se renueva, como el resto de las cosas. Es un suma y sigue. Todo lo que sea sumar, en principio es bueno, el problema viene cuando nos ponemos a restar, a intentar hacer desaparecer. Ahora, pensar en las cosas como si el tiempo no hubiera pasado es recrearse en la nostalgia y eso no aporta nuevas 

M. P.: Bien, no es posible eludir a los antecedentes, referencias, no cabe la ingenuidad en ningún punto. Aunque todos tenemos lapsus calami, continuamos surcos abiertos por otras personas con las que por un motivo u otro simpatizamos. Tu trabajo es consciente del respeto hacia artistas que de alguna manera continúas particularizando ¿Cómo podrían evolucionar los desocultamientos?

M. E.: Sí, es cierto, seguimos surcos ya abiertos como lo haría la aguja de un tocadiscos imaginario que pudiera ir improvisando el camino en vez de seguir otro ya dado, pero más que surcos independientes prefiero aquellos en los que hay interferencias. Recuerdo que cuando estaba en la facultad había visto un trabajo de Berio Molina en el que dibujaba con un punzón, sobre un acetato liso, varios círculos que interseccionaban unos con otros.
En los primeros desocultamientos mostraba solo la pared. Eran fotografías con apariencia claramente de pinturas y mucho más formalistas; después amplié el plano hasta abarcar el suelo y los restos que en él quedaban; luego incorporé el vídeo y con él un cierto carácter performático; también los llevé a la acción específica como ocurrió en la intervención para la Zona "C" y desde 2007 colecciono pequeños restos de paredes que desoculto luego. En Rua Palma nº 9 2º hay un poco de todo eso. Todo ello, unido a los otros procedimientos como son los dibujos ocultos, los dibujos borrados, los dibujos de papel de pared y otras pinturas, supone mi modo de acercarme a las cosas que evolucionará como vino sucediendo hasta ahora: insertando de nuevo el palo en el caldero y removiendo bien todo lo que te acabo de comentar y sacarlo otra vez a la luz.

M. P.: ¿Qué se desocultará dentro de unos años de nuestras paredes, tal y como tú trabajas ahora?

M. E.: Pretendo que mis próximos trabajos sigan la línea de múltiples acciones entorno a un mismo lugar. Este será el asunto a tratar y no cada desocultamiento u otra cosa por aislado, por lo que tanto los desocultamientos como el resto van funcionando cada vez más como partes de un conjunto mayor y como estrategias que operan en grupo para acercarme al objeto que me interesa, que puede ser una casa —como en Rúa Palma nº 9, 2º—, una sala de exposiciones —como en la Zona "C"—, una ciudad como en la colección de restos de pared... Ya no es tanto la idea de hablar de lo que cuenta cada pieza por separado como de servirme de diferentes estrategias para tratar un asunto mayor.

M. P.: ¿En qué sitios no desocultarías “nunca”? ¿Qué espacios te atraen y cuáles no tocarías?

M. E.: No lo haría en los lugares donde desocultar significara solo hacer desaparecer. Por ejemplo, descubrir una pared hasta llegar al ladrillo si este no forma parte de su pasado sería lo mismo quitar la pintura de una lata de refresco para enseñar el aluminio.


M. P.: ¿Algún sitio extremadamente apetecible, utópico si quieres, como para trabajar en él? ¿Por qué?

M. E.: No se me ocurren otros aparte de en los que ya estoy trabajando. En este momento todavía no he terminado el proceso de Rúa Palma, sigo pintando y dibujando desde las fotografías que allí tomé, así que para mí de momento este es el sitio más apetecible porque sigo concentrado en él. Por otro lado, estoy intentando intervenir en unas antiguas oficinas de Lisboa que hay en Rua da Liberdade y también estoy empezando un proyecto en la casa donde vivo.

M. P.: Sí, ¿pero alguna locura, un desocultamiento utópico o posible solo en la cabeza de cada uno?

M. E.: Los desocultamientos hablan de lo cotidiano, así que se me hace difícil imaginar con ellos proyectos locos y espectaculares. Por ejemplo, imagínate que me planteara la misma idea de Rúa Palma pero en vez de en Vigo en Chernóbil. Ya no sería lo mismo porque habría elementos en la historia del sitio que impedirían que lecturas como las que yo pretendo pudieran tener lugar.

M. P.: ¿Ocultarías, en un momento dado, algún lugar y punto? ¿Qué otras maneras de proceder llevarías a cabo que pudieran tener el mismo discurso —o semejante— que tu trabajo en la “Rúa Palma”?

M. E.: En arte siempre tenemos una realidad que sustituye a otra, así que no podemos evitar ocultar, dejar de mostrar, velar o esconder cosas; sin esta idea no hay trabajo artístico posible. En mi casa estoy llevando a cabo una serie registros (fotos, vídeos, dibujos y pinturas) en los que revelo cosas que me parecen interesantes de ese espacio y aunque no vaya a desocultar nada, sí que sigo una línea parecida a la de la Rúa Palma.

M. P.: ¿Cómo?

M. E.: De momento estoy en una fase de análisis y de recolecta de material; luego todo eso se formalizará en acciones concretas. ¿Cuales serán las más idóneas? Todavía lo desconozco. Pero desde luego, puedo plantear un proyecto parecido sin hacer desocultamientos. La idea fundamental es la de investigar subjetivamente sobre un lugar. Por ejemplo, en las pinturas y dibujos que realizo del espacio no pretendo mostrar muchos elementos descriptivos de la escena, pese a ser estos inevitables porque son imágenes concretas (una mesa, un agujero, un enchufe...). No quiero que el significado del objeto se apodere de su imagen; busco, por el contrario, los medios para que ella se torne más ambigua, para que el espectador se entretenga más con el cómo fue pintada, el porqué, que con lo que allí hay e intentar hacer interpretaciones a partir de eso.

M. P.: ¿Qué libros te tocaron especialmente y cuál estás leyendo ahora?

M. E.: Se me escaparán ahora bastantes importantes, claro, aparte de los que tenga más en mi inconsciente que fuera de él, pero te podría decir algunos de los que me acuerdo y en los que anoté mucho: La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, de Walter Benjamin; Seis propuestas para el próximo milenio, de Ítalo Calvino; Los no lugares, de Marc Augè; El origen de obra de arte, de Martin Heidegger; El espectador, de Ortega y Gasset; El elogio de la sombra, de Tanizaki; Comunicación sobre el muro, de Antoni Tàpies; Tratado de pintura, de Leonardo da Vinci; El arte de la pintura, de Pacheco; Vidas de artistas, de Palomino o Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos italianos, de Vasari.
En estos momentos estoy leyendo Paseos por Roma, de Stendhal, Escritos, de Alberto Giacometti y para antes de dormir El Yogui, de Ramiro Calle.

M. P.: ¿Cómo desocultarías un libro?

M. E.: Pues no lo sé, pero no te extrañe, porque tengo poca imaginación.

M. P.: ¿Qué estás cenando?

M. E.: Un Bacalhau à brás precocinado, comprado en el supermercado Pingo Doce de aquí, de Lisboa.

M. P.: Bom proveito… Que usted lo desoculte bien (Fundación MARCO, 2010)

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