viernes, 21 de marzo de 2008

Visto lo vestido


Yves Mathieu-Saint-Laurent no se deshizo nunca de los 47 prototipos originales que aparecen en esta selección de diseños de alta costura, creada con la intención didáctica de acercar el museo como espacio vivo y lugar común, como afirma el diseñador. Los maniquíes fueron trasladados a La Coruña desde la fundación Pierre Bergé-Yves Saint Laurent: la armadura que acompaña inseparablemente a cada vestido es una pieza exclusiva. Al lado de los diseños originales se encuentran 36 pinturas a las que el autor rinde homenaje, desde Mondrian, Picasso y Bonnard, a Goya o Lichtenstein; su compromiso en la exposición es el de aunar pintura y vestuario como dos técnicas mixtas sobre tela. Matisse, Léger, Braque: los vestidos se alejan del estímulo pictórico en cuanto se realizan como cuerpos exclusivos, y, además de manifestar devoción hacia el trabajo de los pintores, son admirables por ellos mismos. El olvido o desconocimiento de la obra del diseñador por parte del público de los museos es mayor que hacia las vanguardias pictóricas; con el diseño del traje de torero femenino queda ligeramente señalado uno de los puntos y aparte en el mundo de la moda: el tradicional esmoquin de caballero que a partir de 1966 revoluciona el concepto de indumentaria pour femme.
Una chaqueta con la ilusión de una pintura de Van Gogh lograda con lentejuelas, ya no es postimpresionista, sino puntillismo en alta costura. La rapidez con la que la moda desaparece no afecta a los diseños; las obras de arte que llevan cosidas siguen siendo tan exclusivas como los vestidos que pueblan la exposición; también se conserva en perfecto estado la alegría que debió suponer para el diseñador su primer contacto con la pintura. Al traducir las pinturas a objetos de lujo, las lleva a su terreno, donde las formas, los materiales y los colores exhiben su condición de signos sobreexpuestos durante su puesta en escena. En la ventana indiscreta de la moda ninguna prenda es inocente.
Aura de inaccesibilidad. Los diseños no se ocultan detrás de las obras de arte, son orgullosos, exuberantes y parecen saber que les rodea un aura de inaccesibilidad. La alta costura derrocha los signos con un afán que los satura hasta lograr un espectador hipnotizado. ¿Qué sentido crean estos bienes de lujo? Se diseña alta costura -o se diseñaba- para maravillar: crear algo extraño y notable, digno de ser mirado.
Los diseñadores de alta costura generan exclusividad, primicia y novedad al separarse de la producción en serie de las prendas, y en el caso de Saint Laurent, los maniquíes son inseparables de su significado, el traje. Pero el vestido de moda -se pregunta Roland Barthes-, ¿qué cuerpo ha de significar? «Una forma pura, que no soporta atributo alguno y que, por una suerte de tautología, remite al vestido mismo». Nadie entra en los vestidos porque no hay espacio para el cuerpo; el maniquí es un tipo de cover-girl, el espejo del vestido. Sólo el traje se refleja en él y la función del diseño es la de cerrar sus puertas al público. En una segunda toma de contacto, después de apreciar la serena correspondencia que resulta de una mudanza de superficies pictóricas, calidades de materiales y contextos, lo que rodea a las obras del diseñador es ruido visual. Las telas ya no protegen, expulsan. A la persona se le niega el paso a un universo que sólo sirve para ser mirado.
Es sorprendente disfrutar en la exposición de la solidaridad entre las artes y, al mismo tiempo, percibir el mínimo papel que le corresponde al hombre en todo esto. En la ropa que cubre y protege el cuerpo, el hombre es fundamental; el patrón y sentido de la alta costura es otro: fascinar. La vestimenta entendida más allá de las necesidades básicas y de las connotaciones que toda prenda arrastra condensa sin pudor elementos simbólicos y rituales que generan valor a través del sello personal o la firma.
Sin puntadas vacías. En los trajes de Saint Laurent, cada trozo de tela se convierte en un retal portador de significado: no se entretiene adornando los huecos de un espacio susceptible de alarma, como lo es cada centímetro de material expuesto al público. El vestido fue confeccionado para deslumbrar y no hay puntada vacía o anecdótica.
Si el prêt-à-porter viste, la haute couture desviste, deja al observador atónito y avergonzado, como cuando el hombre se da cuenta por primera vez de que está desnudo. Detrás del hechizo de las composiciones, los tejidos y detalles varios, el derroche de energía de las piezas de Yves Saint Laurent eclipsan lo que se encuentra dentro y fuera de ellas, todo lo que no pertenece a su órbita. No hay persona que vaciar en cualquiera de sus moldes; los diseños no tienen cuerpo sobre el que reposar, ni uno que quepa en su interior. Al lado de uno de estos trajes de mujer, cualquiera se transforma en un animal débil que habita una realidad de segunda mano; quien se acerque al traje de novia inspirado en Braque, o al vestido de noche creado a partir de un cuadro de Tom Wesselmann, a buen seguro es nadie. (ABC, El Cultural)

Kounellis: la vitalidad escondida


Las sillas nunca dejan de ser útiles: aunque dejen de utilizarse, se sostienen alejadas de su función prevista; convertir lo cotidiano en inédito fue el peregrinaje que iniciaron los artistas povera. Cara a la platea de obras digitales, la posición analógica de Kounellis tiene un cierto sabor melancólico; sus obras parecen ayudarse las unas a las otras para sobrevivir en el día a día de la soledad de un edificio. Las piezas por separado no son nada si no se atiende a la compañía que se hacen entre ellas; los tamaños, los materiales y los colores, se lanzan señales. Es el conjunto de la muestra el que tiende la mano hacia algo que falta, un vacío, un pozo, un abismo.
Sacos negros. Se encuentran bastidores de metal con formato de cama de matrimonio, cubiertos por lienzos tamaño sábana perforados por gruesos clavos retorcidos; instrumentos musicales forjados en hierro; una instalación en la que se acumulan abultados sacos negros sobre viejas mesas, una palangana descolorida en la que reposan unas tenazas que fueron hundidas y enfriadas al contacto del agua, amarillenta por el óxido... Si resaltáramos el valor simbólico de los objetos que forman parte de la exposición, nos arrimaríamos al escondite de una lectura histórica, desde donde perderíamos la posibilidad de la experiencia directa que se nos ofrece. Al salir, llevamos en la retina los colores que el autor utiliza, el rotundo gris oscuro del metal, los abrigos y los lienzos negros colgados como toallas de baño. Fuera, el panorama no es diferente: ropa de invierno, oscuridad y pereza. Sólo tenemos la claridad de un lienzo crudo clavado a la pared y de una mesa blanca entre otras viejas que se acumulan en una esquina, a la entrada. El arte povera acuna los materiales y no su forma; deberíamos admitir que su valor es irresistiblemente actual y que su autenticidad proviene de su desgaste. Los objetos de Kounellis no se pueden comprar, son los menos valiosos y en ocasiones, los que forman parte de las calles por las que casi nadie se aventura; se podría decir de las cosas viejas y de los objetos arruinados que no pasa un día por ellos. La impresión que provocan los materiales nuevos nunca le ha interesado, prefiere el recuerdo a la originalidad, la evocación a la sorpresa. Una silla sin estrenar aún no tiene recorrido; una vieja fue en su día nueva y las etapas superadas de vida le dan otro carisma, el de la presencia del tiempo, que siempre se manifiesta en los ancianos, antes que en los niños.
Las piezas construidas para este espacio conversan de manera solidaria, despreocupadas de todo aquello que sucede a su alrededor, ajenas al contexto del arte contemporáneo con el que Kounellis no se identifica. Da igual cómo se organicen los elementos en el espacio si su huella nos aproxima a lo que está pasando fuera de sus límites, en el espacio cotidiano. Un elogio a la suciedad, a todo aquello que no reluce ni es valioso, que no entiende de modas. Las obras funcionan como un contrapeso al brillo con el que nos abruma la mayor parte de las exposiciones que se inauguran hoy en día: gente arreglada, suelo limpio, cristales y paredes relucientes, algo no acaba de funcionar en todo esto. En la obra más reciente de Kounellis, nada molesta y el clima es cordial, en parte porque uno se encuentra acompañado de la imperfección de las cosas poco brillantes, gastadas y sucias: nos sentimos más cerca de los materiales pobres que de los inalcanzables, percibimos cercano el canto de los objetos arrugados y los perfiles mordidos de los muebles.
En pleno Siglo XIV. Situada en una construcción de finales del siglo XIV, la exposición reúne materiales gastados dentro de los muros de un edificio antiguo; esto es redundante y concordante, al mismo tiempo, la muestra está bien ubicada y no lo está en absoluto. Kounellis se sintió atraído por sus obras en este espacio. Tal vez por ser un escenario que rima con su trayectoria, un lugar en el que sus piezas no resultan extrañas y donde se fortalece y respira la coherencia que, desde finales de los años 60, demuestra su trabajo. Las obras de Kounellis son y no son actuales. Si por actualidad se entiende el estado de las obras de arte hoy en día, su presentación impecable en cualquier recinto, el Kounellis que aparece en Santiago aún defiende el paso del tiempo como fenómeno irrepetible. Proclamando la verdad de los materiales, la vitalidad de los objetos que ya no sirven, la astucia con la que se enlazan unos con otros y la necesidad de contacto inmediato. con ellos. (ABC, El Cultural)

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