En
una cabaña, ese lugar donde todas las lenguas son extranjeras y el habitante
primordial aprende a balbucear un alfabeto nuevo, asoma la estructura por venir
de una obra cazada en la montaña, cerca del mar o en un lago. “La naturaleza es la diferencia entre el alma y dios”, entendía Fernando
Pessoa. Así lo escribe en el Livro do desassossego un hombre que comprendía el envite lanzado por su profesión, y jugó sus
años describiendo los paisajes que nunca cruzó, atrapado en sus propios nombres
y el minúsculo estudio de Lisboa.
Austera, fría, inhóspita e indeseable guarida la de
August Strindberg, sin cimientos, sobre un peñasco imposible.
Edvard Grieg, Dylan Thomas, Virginia Woolf, etc., pasaron largos períodos de
tiempo encerrados en su caseta, con la compañía de una lámpara, una cama y una
silla, apenas. Las maquetas, planos y herbarios que acompañan cada fotografía
expuesta en la Fundación Seoane, señalan once constructores de su propia
cabaña, pues las paredes de cada habitáculo se corresponden con las tapas de
los volúmenes posteriormente publicados. En una pared se encuentra trazado el mapa de hombres-refugio dispersos
por los montes de Europa, como si fueran especies en extinción. Cada punto
señala el emplazamiento original de obras que ahora rondan por nuestras manos;
un hueco abierto lejos de los hombres que ahora habita en
las ciudades en forma de libro.
Escritores, filósofos y compositores huían del
entorno urbano para acercarse a una zona de trabajo dejando atrás las fatigosas
características que interrumpen el ánimo en las ciudades. Bernard
Shaw construyó una cabaña con base giratoria, para seguir la luz del sol. Gustav
Mahler a la orilla de un lago, aquel refugio que Bruno Walter definió como
“cabaña de compositor”. Knut Hamsun, apartado del mundo, desde su escritorio
(según etimología indoeuropea, donde se guardan los secretos), formaliza Bendición de la tierra, donde habla de
un hombre que construye su cabaña con las manos. Wittgenstein
despreció sus bienes para autointernarse por largos períodos en un refugio
desde 1914, buen año para la construcción y el retiro a la
orilla de un lago en Skolden, Noruega. A la puerta de la morada de T. E. Lawrence, todavía leemos la
expresión en griego: “Nada importa”
Un escrito de Heidegger aparece en el amplio
y detallado catálogo de la exposición. Tras unas breves notas sobre el aspecto
de su cabaña, escribe: “Este es mi mundo de trabajo (…) Sólo el trabajo abre el espacio para esta efectiva realidad
de la montaña”. Meticulosidad, rumores de fondo, paisajes que dan vuelta a los
ojos del habitante y le predisponen a la caza. El estudio
parece funcionar en el imaginario del creador como un casco militar, que les
cubre el rostro y les protege así de cualquier accidente externo a su trabajo.
Trabajan escondidos en ese pliegue de madera nórdica, o entre ladrillos
elaborados a tanta temperatura como la que pudo alcanzar el escritor desde el
interior del papel.
Tras el
visionado de las obras en exposición, resulta evidente la importancia de la organización
del espacio creador, para predisponer la suerte hacia la única fiesta posible:
la soledad. “¿A quién le gustan
los festejos cuando está encerrado?”, escribía Séneca en el libro Sobre la Clemencia. Respondemos: a
quienes pueden aislarse a cualquier hora, y brindar por su mundo de trabajo. Una
fiesta sin invitados es una celebración del mundo. (ABC, El Cultural)