martes, 5 de febrero de 2008

Una palabra envuelta en dos silencios



























“Las ideas que no sirven para nada deben ser protegidas y provocar el canto”
Jean Genet
La pausa cantada

Una de las funciones del arte, como orienta José Ángel Valente, consiste en una nueva reverberación del lenguaje, en “la restauración de un lenguaje comunitario deteriorado y corrupto, es decir, la posibilidad histórica de dar un sentido más puro a las palabras de la tribu[3]. Y quizá un modo de recobrar el sentido más puro de las palabras sea precisamente suspenderlas, mantenerlas a una distancia prudente de un significado inmueble. La palabra que, como una nota musical, se encuentra sostenida[4], nos reconcilia, como afirma Agamben, con las cosas mudas: “Mientras que la naturaleza y los animales están siempre cogidos en una lengua y, aun callando, incesantemente hablan y responden con signos, sólo el hombre es capaz de interrumpir, en la palabra, la infinita lengua de la naturaleza y de situarse por un instante frente a las cosas mudas”[5]. La experiencia del instante frente a las cosas mudas, pretendemos encararla como una experiencia de pausa.
Trataremos aquí, de una elipsis que le corresponde al cante flamenco. Esta pausa del cante la situamos antes y/o después de un ayeo, conocido con este nombre por la frecuente repetición de ayes del cantaor, (pensemos que el ayeo es la porción iluminada de un grito que viene de un silencio y se dirige a otro).
La respiración (como la ley de la gravedad) sigue siendo un secreto que permanece oculto al mundo: aunque se pueda explicar, no sabemos porqué respiramos. La respiración pulmonar podemos ordenarla, sostener la respiración, inspirar y expirar a nuestro gusto modulando la intensidad y la duración de nuestros pulmones llenos, por un saber inherente a nuestro sistema sensorio-motriz. Recordemos que al espirar, el hombre es el único mamífero que puede juntar sus cuerdas vocales abriendo y cerrando la frecuencia del sonido, y que la voz cantada se basa en el ritmo y la repetición caracterizada por la regularidad de la curva melódica. Encontramos la siguiente definición de respiración: “se llama respiración, en cualquier tipo de música, al arte de separar los sonidos, sugiriendo la presencia de una respiración física necesaria, para facilitar la comprensión del fraseo”[6]; de algún modo, hablaremos también del arte de separar los sonidos, pero no tanto de esa separación necesaria para la comprensión de la voz, como del acontecimiento que vamos a llamar “eco del ayeo”. Se trata, por un lado, del silencio que precede a los ayes, y a continuación, su eco, esa palabra pronunciada que continúa por sí sola. Ambas terminarían cercando a esta partícula sonora del propio cante; entre dos motivos, el ay estaría precisamente insonorizado.
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La voz es el sonido que el aire provoca al salir de los pulmones al pasar por la laringe y hacer vibrar las cuerdas vocales. Podemos respirar sin hablar pero no hablar sin respirar aunque en ocasiones, los cantaores canten sin respirar; es lo que se conoce con el nombre de jipío[7] (tomamos este ejemplo como una modalidad de la pausa en la voz, explícita en la “técnica vocal” del cante flamenco).
Este cantar sin respirar es un apartado peculiar del cante flamenco, por el uso que hacen de los resonadores[8], para trasladar la voz a zonas concretas del cuerpo (espalda, rostro), y que funcionen de amplificadores vocales. La posición habitual de los cantaores, con la espalda derecha y el cuello erguido responde a esta necesidad de proyectar el sonido; cuando la voz se proyecta, entonces el cante abarca un espacio inusitado, y aún permaneciendo lejos de quien canta el oyente no pierde la calidad del sonido. La voz se abre porque se dilata la laringe y se respira con el estómago[9]; generalmente, al cantar oprimen los abdominales, y no la garganta o las cuerdas vocales (es frecuente, además, verles cantar con la mano en el estómago, y no solamente por razones “del sentir”, sino porque ahí se empieza a cantar). El rostro del cantaor es el rostro de un esfuerzo por elevar la voz a la frente, la nuca, o a la nariz (es ese gesto que hace cualquier persona cuando imita el ay como si fuese un cantaor).
Cuando en el s. VI a. C, el actor ateniense quería hacerse oír en todo el anfiteatro, utilizaba una máscara como resonador, y en efecto aumentaba la longitud de sus palabras. El cantaor utiliza como máscara su propio rostro, logrando incluso cantar con dos voces, una dentro de otra; el efecto es el de oír varios hombres en uno, voces distintas saliendo por la boca de una sola persona.
Son los conocidos armónicos, los que caben en el ayeo, y en ocasiones nos indican que los sonidos negros están aconteciendo. Los sonidos negros son un estado de excepción del cante, y a veces se trata de armónicos que parecen dilatarse en el espacio, y a veces se localizan en los ayeos. Los armónicos son sonidos análogos que acompañan la emisión de otro sonido. En ocasiones se encuentran con el nombre de cantos nasales, o se refieren a ellos como “voz metálica”. Se encuentran, por ejemplo, en los cantos de los “Hombres tuba” del Asia Central, y de manera semejante, en ciertos ayeos en las seguiriyas o tientos de Enrique Morente.
Por lo común, el ayeo abre, llena o corta el cante en las ocasiones más solemnes, podríamos decir. El ayeo es el cantar aaayy que se oye al principio, en medio de las letras, o entre verso y verso, y no se consideran palabras, sino sonidos que preparan a éstas. Los cantaores, en ocasiones comienzan como a rumiar sonidos antes de abrir la boca (es el paso del aire desde el estómago hasta los dientes); y ocurre que el estadio anterior del canto son los sonidos. Y desde el entonar con la boca cerrada el cantaor, hasta terminar de pronunciar el ay, es todo lo que podríamos escuchar y nombrar ayeo. No parece casualidad que ya san Isidoro de Sevilla (s. VII), escribiera en su tratado enciclopédico “Etymologiarium sive originum libri XX” que “el canto es una inflexión de la voz. Por el contrario, el sonido es directo y sencillo: por ello viene antes del canto”[10]. Así, el ayeo se encuentra suspendido entre casi palabra y sonido, y podría comprenderse como un pre-texto del cante sino fuera porque estas sílabas tomaron cuerpo de lamento del alma en pena. De alguna manera ambas razones son ciertas, pues el ayeo nace de la necesidad del cantaor de ajustarse al tono de la guitarra, y en el mismo movimiento (desde que tenemos noticia del cante flamenco), el lamento encontró su figura.

Sílabas sueltas

Incluso el ayeo recuerda en ciertos aspectos a los aria[11] operísticos, en los que la incuestionable vocalización del intérprete, transforma los enunciados, paradójicamente, en incomprensibles. Las frases que en un principio eran recitadas, pierden su sentido cuando se convierten en frases cantadas. Las palabras se deshacen y funcionan de pretexto, el significado cede a la voz del cantante. Marie-France Castaréde escribe sobre el aria que “sea cual sea su forma exacta, aparece como el soliloquio de los protagonistas, el momento introspectivo de la vuelta a uno mismo. No ocurre ningún acontecimiento, sino que el personaje nos ofrece sus estados de ánimo y sus emociones. Con el aria, el compositor entrega su concepción melódica, su pathos personal, a fin de que nos comuniquemos con él en su íntima mismidad”[12]. El aria interrumpe la acción dramática, el aria es en la voz y no en la palabra o en el discurso; en este punto lo relacionamos con el ayeo flamenco.
Volviendo al lamento, el significado generalmente aceptado de la palabra ayear, es el de repetición de ayes en manifestación de pena o dolor. El ¡ay! en primer caso, significa interjección con que se expresan diversos movimientos del ánimo, de dolor y aflicción más comúnmente. Una segunda definición es la de suspiro, quejido[13].
Tomemos la hipótesis de que la palabra “flamenco” tiene origen árabe, partiendo de vocablos como “felamengu u hombre errante, falai-kun o campesino, y flahencon o cancionero[14]; Christian Poché escribe que “En los poemas cantados del repertorio arábigo andaluz se deslizan ciertas sílabas que prolongan el discurso musical; son sílabas desprovistas de sentido”[15]. Es cierto que el cante comienza de múltiples maneras, e intercala casi onomatopeyas, o sílabas sin sentido: comienza directamente con una frase, o con el tiritiritiriiiiii en una bulería, con el iiiiiiiii del polo, el lerelelelere de una la soleá, alialiali, trajili-trajilitrá, tiritritrán...
En los cantos y músicas arábigo-andaluzas, estas sílabas reciben el nombre de taratin[16], término derivado de ta-ra-tan, vocablo procedente de Marruecos. En otros lugares se encuentran cantos en los que se repiten expresiones como ha-na-na, o ya-la-lan (en Argelia) ya-la-la-li o ya-la –lan en el Próximo Oriente, el ye-ye-yeh-oh en cantos afro-brasileños… en fin, sílabas, más que sin significado, sin contenido.
Pascal Quignard también habla de un término que designa este tipo de casi palabras: “Hay un viejo verbo francés que dice ese tamborileo de la obsesión. Que designa ese grupo de sones asemánticos que turban el pensamiento racional al interior del cráneo y al hacerlo despiertan una memoria no lingüística.”[17] Es el tarabust, “vocablo inestable”, como escribe Quignard: Quelque chose me tarabuste[18].
Los ayes surgen, decíamos, de una necesidad práctica del cantaor, cuando se templa para empezar a cantar. Se conoce con el nombre de temple a la voz del cantaor cogiendo el tono de la guitarra, y es común buscarlo por medio de sílabas sueltas; cuando el tono está en el sitio el cantaor se arranca (a cantar); el ay nace, crece y se reproduce en ese temple. Cuando entra el ayeo parece que la propia voz le impidiera al cantaor comenzar a hablar. Como si las palabras resultaran insuficientes y se concentraran varios significados en una sola sílaba; estamos pensando en las palabras de Blanchot cuando escribe: “El lenguaje, entonces, representa. No existe, sino que funciona”[19].
Entonces se podría buscar el origen del ayeo en cierta impotencia de las palabras, y definirlo como una palabra que no ocurre. Aparece irrompible. Los ayes se diferenciarían de otras partes del cante flamenco por su peculiar función semántica: es indivisible su forma y su significado. Ante él, no encontramos nada más ni nada menos que una sílaba saturada, pletórica, y pensamos: En el instante, el existente domina la existencia”[20] (Lévinas). El oyente entonces se encuentra como apartado, y obturado ante un espejo infinito; el hombre, elíptico, se reconoce en su propia falta. El ayeo traería un acontecimiento que nos expulsa del propio instante en el que estamos, para reconocernos en una sílaba que nos suspende en la virtualidad de una audición, sino interior, absolutamente exterior.

Pausa anterior y posterior

“Todo fenómeno musical se muestra así más allá de sí, de lo que alude, de lo que se separa, de la espera que despierta”[21]; con este pensamiento de Theodor W. Adorno nos acercamos más al ayeo.
En la época clásica, los arquitectos griegos valoraban el intervalo entre las columnas (intercolumnio) para conseguir aquella armonía de sus arquitecturas, de manera que el intervalo entre columna y columna debería contener un determinado número de veces el diámetro de la misma. A su vez, el capitel era el módulo que daría la altura del fuste. Entonces, el intervalo era un elemento arquitectónico más, nombrado por haber sido descubierto como cualidad necesaria a la hora de corporeizar la belleza, composición armónica. Pesaba tanto el intercolumnio como la columna, era la suya una comprensión ideal de los elementos visibles, todos visibles.
Desde antiguo se ha valorado el peso de los vanos. Gracias a ese espacio vacío calculado y proporcional al ancho de la columna, la construcción mantenía unas proporciones solidarias. Ocurriría semejante en el cante flamenco, pues pesa la parte cantada y la parte callada, la una sin la otra no resultan. Parece cantar un yo que cuando ayea, desea algo que no apresa, y cuando calla, mantiene todavía una mínima esperanza; sería aquello que María Zambrano escribe sobre el pensamiento de la confesión, atribuyéndole precisamente el doble movimiento que encontramos en el ayeo: “…el de la huida de sí, y el de buscar algo que le sostenga y aclare. La confesión comienza siempre con una huida de sí mismo. Parte de una desesperación. Su supuesto es como el de toda salida, una esperanza y una desesperación; la desesperación es de lo que se es, la esperanza es de que algo que todavía no se tiene aparezca”[22]. Desesperación y esperanza podrían ser el halo del ayeo (lo que arroja).
En los ayeos encontramos algo bífido, o una contradicción de elementos que desconocemos, y es eso lo que le separa del resto del cante; sin palabras, no hay significado, por lo tanto permanece fluctuante y escurridizo como aquello que escribía Calderón: “¿Cómo compuesto de dos proposiciones contrarias, sagrado precepto, a un tiempo cantar y callar me mandas?”[23] Desesperación, contradicción.
Otra característica de los ayes flamencos es lo que podríamos llamar la actitud de espera que despierta el cantaor. La espera aparece en el silencio anterior al ayeo que abre una seguidilla[24], un fandango, etc. Hay un momento, de concentración o búsqueda del tono por parte del cantaor, en el que el oyente se figuraría la pregunta, ¿a qué esperas? Jorge Guillén escribe en relación al ayeo:
“Un ay se aleja y se esconde.
Con el alma le respondo:
¿Adónde vas, ay, adónde?
La voz a campo traviesa
De lamentarse no cesa,
Que el mundo ya no es redondo”[25]
¿Adónde vas, ay, adónde?, quizá sea esa la pregunta que posee al oyente. Éste, esperando que cese el quejío, permanece (curiosamente) inmóvil, y con atención aguarda el momento en el que la tensión se aleje. Ahora bien, es cierto que “La verdad expresada por el intérprete es la verdad intuida por los más predispuestos testigos”[26] como escribe Caballero Bonald.
La magnitud del ayeo, frágil experiencia estética, dependería tanto de la disposición del oyente como de la capacidad del intérprete para transmitir el duelo. La característica imprescindible sería entonces la imaginación del oyente, entendida esta como verdad intuida (recordemos la raíz de intuir, del latín intus-ire, “andar por dentro”). Pero, no se trataría de aquella imaginación evocadora, de efectos sensoriales o sabrosos a la memoria, sino de la imaginación que precisamente se aparta de esos placeres y no recuerda; nos referimos al hombre que solamente escucha (el olvido, como la espera, sería también un tipo de memoria congelada).
Por otra parte, uno sabe del ayeo que acaba de oír cuando empieza el segundo silencio, que alarga el ay, que le hace continuar más allá de la voz. Cuando el cantaor acaba sus ayes, tal vez el oyente tome plena conciencia de su ser sin conciencia que escucha tardíamente lo que acaba de escuchar. No habría silencio posible sin un ay que le revelase, y viceversa. El ay estaría, entonces, en la voz y en el silencio que le permite realmente salir a la superficie como ayeo, y no como sílaba cualquiera; hablaríamos de un ay invisible anterior al ay que escuchamos, y otro ay posterior también invisible, en el que quizá se perciba la experiencia.
De este modo la repetición de ayes se encontraría separada del resto del cante.
El ayeo, en el silencio anterior supondría el temor a un desenlace (desesperación), y en el segundo silencio, un temblor posterior a ese desenlace (esperanza tal vez). En cualquier caso, parecería tratarse de un tipo de impotencia que implica al ser humano. Por ejemplo, el público no asistiría a las corridas de toros si siempre perdiese el hombre, en cambio la gente acude a oír cante jondo, que es donde acostumbra perder el hombre. Manolo Caracol decía: “No me doy cuenta de nada (cuando canto), no sé donde estoy, exactamente igual le pasa a un torero que está inspirado y toreando a gusto, que ni sabe que tiene un peligro delante. Las cornadas las pegan, generalmente, los toros buenos a los toreros que están toreando bien; están anestesiados”[27]
Cuando el cantaor “torea” bien, de la voz pueden surgir sonidos negros, que resulta ser un acontecimiento escondido en las voces flamencas, y que ni el cantaor sabe cuando va a ocurrir (los sonidos negros serían el aparecer terremoto, la falla del cante, un lapsus afortunado). Con el objetivo de conocer mejor todo lo que llevan estos sonidos, reproducimos esta “Letanía de los sonidos negros”, de Antonio Murciano:
“Los sonidos negros, son ayes, lamentos, la música honda de la voz del pueblo, la raíz oscura de todos los muertos, gritos ancestrales, primitivos ecos, de miles de amantes de muchos milenios. Los sonidos negros son quejas, son trenos, símbolos misterios, angustias, secretos, olvidos, recuerdos de ausencias o miedos. Los sonidos negros, suben de los centros; son notas, compases en clave de duelo.
Cantaor que cantas corto y por derecho échale a los duendes más leña en el fuego y a tu vez más vino y el arte al sentimiento.
Hombre que cantando haces testamento. ¡Ay de tu voz de llanto, voz rota en el pecho, voz de madrugada, vestida de negro, como de navaja, de tribu en destierro, como si volviera de algún sortilegio viviera entre sombras, gimiera entre sueños, y al llegar, muriera de amor en el tiempo!
Pozo de tristezas, de penas minero.
Cantaor que dueles, que eres verdadero, que escondes tu lágrima tras de cada tercio, dame cuando cantes tus sonidos negros.”[28]
Ahora quizá se comprendan las palabras de José Ángel Valente cuando escribía que, “La palabra en el cante nos lleva hacia su oscuridad. La oscuridad es su luz. Cuando un cantaor alcanza ese límite extremo, cuando en su cante llega al punto en el que la oscuridad y la luz se unifican, ha entrado en el terreno primordial de lo poético, territorio donde el hombre es el poseído de la palabra…”[29] ¿Podría ser el ayeo, una experiencia mixta entre los sonidos negros, y una palabra que sólo sirve para revelarlos? Pensado de esta manera, volveríamos a la experiencia que decía Agamben: el duelo del hombre con las cosas mudas. Y esto significaría, si se quiere, el quejío, el abismo de la palabra.
Sobre los ayeos en la seguiriya
Para comprender qué es lo que el ayeo suspende, y la experiencia que proporciona esa fugaz perplejidad, son necesarias unas mínimas nociones sobre el cante en el que se nos da con mayor amplitud. Nos referimos a los ayes de una seguiriya, por ser quizá el compás más retorcido y donde los ayes funcionan casi de cimientos.
“Se da el nombre de cante jondo a un grupo de canciones andaluzas cuyo tipo genuino creemos reconocer en la llamada siguiriya gitana, (…)”[30]. Es un palo del cante flamenco compuesto normalmente por estrofas de cuatro versos, los dos primeros y el último son hexasílabos y el tercero endecasílabo.
“Toítos s´arriman
Ar pinito berde,
Y yo m´arrimo a los atunales
Que espinitas tienen”[31]
Quizá sea éste el palo donde los silencios cobran más protagonismo. Los temas de la seguiriya son telúricos: amor, vida y muerte, que siempre conllevan ayes de desgracia, pena, valentía o sufrimiento. Se atiende a la seguiriya como la suma dolorosa[32], pues posiblemente el ay del llanto, el ayeo sexual, y “el último ay”, conformen la tríada de ayes más internacionales, y de algún modo, ninguno de ellos está exento de formar parte del ayeo cantado, (y todos ellos nos remiten, además, a un estado de excepción, momentos separados de lo diario lineal del hombre).
Cuando el ay de un cante alcanza los sonidos negros, se dice que tiene duende. Caballero Bonald define el duende como “La insospechada facultad del intérprete para hacernos partícipes de lo inefable, para aproximarnos de pronto al enigma último de lo que pretendía expresar”[33] (el cantaor). Es otra de las razones por las que entendemos el ayeo como experiencia de la pausa, pausa que, a su modo, maravilla (pasma, embelesa, sorprende). Esa participación de lo inefable se llama pellizco; es el impacto emotivo que recibe el oyente cuando el buen cante llega.
Asistir a la aparición del pellizco (parece como si se nos despertase para otro mundo), de la voz con duende, supondría aislarse del cuerpo por unos instantes. Manuel Torres, admirada voz perdida, escuchando a Falla sentenció: “- Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende”[34]. El duende, por lo tanto, transformaría la voz en experiencia estética. Como si no fuera de este mundo o por lo menos, fuese una llamada del otro mundo; que viene de allí, para sustraernos de aquí, del mundo de los seres vivos.
Recordamos aquella danza inevitable, en que la muerte nos obliga a bailar versos desdichados, y para la que una voz anónima nos da este bueno e sano consejo:
“Faced lo que digo, non vos detardedes,
que ya la muerte encomienza a ordenar
una danza esquiva, de que non podedes
por cosa ninguna que sea escapar;
a la cual dice que quiere levar
a todos nosotros, lanzando sus redes;
abrid las orejas, que agora oiredes
de su charambela un triste cantar”[35]
Del s. XV datan las “Danzas de la muerte”, y no equivocaríamos demasiado el camino si entendemos la siguiriya como un canto que desciende (temáticamente, y sólo en parte), de esas músicas bailables. Los cantos bizantinos, por otro lado, eran un ingrediente imprescindible para la experiencia estética en las iglesias de Bizancio, y el cante flamenco cuenta con una herencia bizantina que flamencólogos como Caballero Bonald nos recuerdan[36]. Los cantos bizantinos, los hebreos y los musulmanes se encuentran entre los orígenes del cante flamenco, y encontramos en estas tres religiones el común rechazo a la imagen religiosa, es decir, Dios, ángeles, santos, etc.
En cuanto a las sílabas sin significado de las que hablábamos hace un momento, Christian Poché recuerda: “Pero estas sílabas sin significado forman parte del repertorio vocal universal, y son comunes en numerosas, si no en todas las sociedades del planeta. Así, en el Imperio bizantino eran utilizadas bajo el nombre de teretismo. Manuel de Falla subraya en sus escritos la importancia de la influencia bizantina en la historia del canto español; sin embargo es imposible verificar si efectivamente vinieron de Bizancio o si ya existían en la España visigoda, como sugiere el canto alalá de Galicia”[37]. Lo cierto es que esas sílabas sin significado tenían un “sentido” en las celebraciones bizantinas (quizá acorde con el rechazo a las imágenes religiosas, viene el rechazo a significados de la misma índole).
Acierta Giorgio Agamben al pensar que “donde acaba el lenguaje empieza, no lo indecible, sino la materia de la palabra. Quien nunca ha alcanzado, como en un sueño, esta lignaria sustancia de la lengua, a la que los antiguos llaman “selva”, es, aunque calle, prisionero de las representaciones”[38]; y en cierto modo, el ayeo podría ser entendido como canto desprendido de esa tradición iconoclasta, (y quizá por eso su escucha sea plástica), que contiene latente su origen pero se revela independiente desde entonces. Desde este punto de vista, el ay equivaldría a un fragmento de canto que extraña y seduce por hallarse cada día más lejos de su origen, por ser una palabra que todavía dura. Estaríamos hablando del silencio visual, y de la voz que crea a su alrededor una fascinación, que precisamente nos clausura. Como la experiencia que describe Schleiermacher, se trataría de “aquel primer momento, antes de que contemplar y sentir se separen, allí donde el sentido y su objeto están fundidos el uno con el otro y se convierten en uno sólo antes de que cada uno de ellos torne a su lugar originario”[39]

Pensamiento del eco

Quizá sea Eco uno de los mitos desenrollados en la voz flamenca, ninfa enamorada de Narciso que repetía todas las palabras que su enamorado pronunciaba. Sin saber éste de donde provenía aquella voz, quiso conocerla y la despreció luego: “Pronto no quedó de la enamorada más que la voz y los huesos. Los huesos se transformaron en rocas. Ya no quedó de ella más que su voz doliente”[40].
Recordemos de paso, que “Narciso no puede reunirse consigo mismo sin ahogarse”[41]; de manera semejante a Narciso, el cantaor que emitiese los más hondos ayes, moriría por haber cantado de esa manera. (Los sonidos negros, interrupción del cante: voz sumergida).
El tiempo frenado en el ayeo sería la señal, el índice de los sonidos negros. Como apunta José Ángel Valente: “oímos, pues, una voz que sube descendiendo, que dura milagrosamente suspendida sobre su propio punto de extinción”[42].
Decir que un espacio tiene gran resonancia, significa que la prolongación del sonido es importante (fenómenos de amplificación y reverberación relacionados con la acústica del lugar). Sin embargo, no es lo mismo hablar de la resonancia de un espacio, que hablar de eco, porque “la resonancia designa una prolongación sin interrupción, mientras que el eco es una repetición después de una interrupción, aunque las causas sean del mismo tipo (reflexión del sonido)”[43].
Para que el eco ocurra, el espacio debe tener unas características concretas, ser amplio y cerrado como una cantera, o pequeño y vacío como una habitación sin amueblar. Así predispuesto el oyente (amplio y cerrado, pequeño y vacío), experimentaría el ayeo como una resonancia, que comenzaría en la palabra de otro.
El eco al que nos dirigimos empieza dentro. Lo que llamamos eco sería semejante a la experiencia del ayeo, porque después de pronunciada, la palabra se repite y se repite hasta volver al punto de silencio donde empezó, alguien, a decirla. La palabra desaparece así gradualmente, de manera que la palabra dicha se confunde con la palabra que resuena, degradando hacia la voz inefable, la muda voz que sería el silencio. Sería entonces aquel ay que se aleja y se esconde que escribía Guillén en el poema, ¿Adónde vas, ay, adónde?
En el fenómeno acústico-sonoro del eco, reconocemos posible la experiencia que Peter Szendy cree casi imposible: “Escucharse escuchar, replegar la escucha sobre sí misma y sobre uno mismo, ¿acaso no significa también arriesgarse a no oír nada más de lo que se da a oír? ¿no significa quedarse sordo?”[44]
Este mismo escritor continúa, “Escucharse escuchar sería, sin duda, dejar de oír totalmente”[45]. Aquí tenemos una verdad, y es que toda experiencia posterior, cuando la anterior ha sido plena, anula alguno de los cinco sentidos. (Cuando la experiencia de una pintura, también dejamos de oír totalmente)
El eco podría encarnar, aquella voz que Blanchot escribe, “La voz que habla sin palabra, silenciosamente, por el silencio del grito, tiende a ser, aun cuando fuese la más interior, tan solo la voz de nadie: ¿Quién habla cuando habla la voz?”[46], es la misma pregunta que se plantea, de nuevo, Szendy: “Sin duda, este oído que presto a todo me lo han prestado. Pero, ¿quién?[47]

Ay separado

Como oración encapsulada, y sonido que entona otra voz, el ayeo sería el argumento (¿la venganza?) de las cosas mudas. Si para medir el tiempo fue necesario pararlo, y fragmentarlo, ¿podríamos intuir que la experiencia del ayeo, sería semejante a oír un kouros hoy en día?, ¿existiría un grito decreciente, es decir, que cuanto más se aleja de su comienzo más le nombra? ¿Sería pertinente hablar de una estatua que canta em parada[48]?
Recordamos a Heidegger pensando sobre el origen del habla, que “habla curiosamente allí donde no encontramos la palabra adecuada, cuando algo nos concierne, nos arrastra, nos oprime o nos anima. Dejamos entonces lo que tenemos en mente en lo inhablado y vivimos, sin apenas reparar en ello, unos instantes en los que el habla misma nos ha rozado fugazmente y desde lejos con su esencia”[49] De nuevo la experiencia de los instantes fugaces, fuegos artificiales. El ayeo, cuando le reconocemos en la longitud del silencio posterior, sería como aquella palabra enigmática que Michelet describe: “Sólo habla la palabra que pudiese hablar sola”[50]. Y la palabra que resuena, que tiene eco, podría ser la palabra que habla sola.
Sería el eco, la presencia interior del eco, la que separaría al oyente de la escucha del cante; de este modo, el eco del cante empezaría cuando los sonidos negros hablan, podríamos decir, por sí solos. Si los sonidos negros resuenan en el oyente, tendríamos la prueba de que el cante nos ha rozado fugazmente y desde lejos con su esencia.
La palabra que resuena, es decir, que viene de un nombre que ya no está, pero que sin embargo le recuerda, nos procura un pensamiento del eco como fenómeno “pausario”; quizá porque la palabra que continúa cuando nadie la dice, que se deshace sola por las condiciones del espacio en el que se repite hasta desaparecer, separa la palabra pronunciada de la palabra audible. Y es ese acto en que la palabra pronunciada se desliga de la palabra oída, el que ocurriría en la experiencia del silencio posterior de los ayes de los que hablábamos. El ay que dura, cuando ya no hay ayes en boca del cantaor, nos remonta a la capacidad del silencio para “escucharnos escuchar”, como diría Peter Szendy.
Así como el silencio posterior podríamos definirlo como el “eco del ay”, el silencio que precede al ayeo (anterior al temple), se acercaría a una especie de pre-sentimiento, una intuición de duelo inminente entre el ser humano y el animal humano. (Y como pre-sentimiento también ocupa lugar en este mapa de pausas).
En la notación musical, las pausas se simbolizan mediante silencios, y a cada nota (blanca, negra, corchea, etc) le corresponde un silencio proporcional a su duración. El silencio también determina la duración del sonido, de este sonido invertebrado; el ayeo tiene también su silencio correspondiente, nota perfilada por dos silencios. O como el aroma de los alimentos que permanece en nuestra boca pasado un tiempo, sería ese segundo silencio del ayeo. El primero se correspondería entonces con el salivar a la vista del alimento. Los ayes quedarían cercados del mismo modo, por dos silencios que de alguna manera le deben la vida. Por eso al comenzar aventurábamos sobre la insonorización del ayeo. El presentimiento por un lado, y el eco por el otro, separarían el ay del resto del cante. Hay algo carcelario en todo esto. Al fin y al cabo, quien escucha, su mal oye. (Sibila, 2006)

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