“… se dirigió a la pared donde tenía colgada una fotografía suya, la cogió y la tiró al suelo. Me dijo: ¿Ves? Y si se rompe, se copia otra”. El comisario de la exposición recuerda estas palabras que el fotógrafo le dijo un día. La imagen no es tangible, como entendía Francesc Catalá-Roca (1922-1998), hasta el punto de reconocer que la posibilidad de multiplicar un negativo mil veces era el valor primero de la fotografía. Más allá de la reproductibilidad, cuando suena el clic del obturador, la imagen “ya está”. El resto es polvo, partículas sueltas de aquella matriz. Hablamos de ese polvo, de las fotografías impresas en papel, que no es lo mismo que hablar de la imagen que reproducen.
La fotografía representa el paradigma del lugar -como diría Lezama-: “donde la imagen se despereza soltando sus larvas”. Asigna un tiempo y un espacio a la imagen como platea de un mundo en construcción. “El problema de un fotógrafo es básicamente cómo llenar un agujero, qué poner en el hueco que constituye el visor de la cámara”, escribe Fontcuberta en el catálogo dedicado a la obra de un fotógrafo que se consideraba más cercano a la literatura que a las artes plásticas. Con el obturador de la cámara instalado en su ojo, la literatura posible en la obra de Catalá-Roca se encuentra en el segundo golpe de cortinillas, ante el papel donde aparecen impresos y sin ampliar, todos los negativos de un carrete. En las hojas de contactos apreciamos lo que no aparece en la imagen final, lo rechazado, las anécdotas que emborronan la instantánea elemental. Precisión: enfermedad básica de un fotógrafo, que propiamente logra que establezcamos similitudes técnicas entre Cartier-Bresson, Man Ray o Catalá-Roca, confeso admirador de ambos.
En los contactos de Catalá se encuentra el grueso marco desdeñado por el fotógrafo, la zona fotografiada que no veremos nunca, el margen de improvisación que rodea los acontecimientos, la extra-imagen donde imprime su firma al deshacerse de cualquier detalle fortuito. Con la visión de la hoja de contactos, es posible recorrer las fotografías desechadas hasta encontrar el encuadre definitivo.
Responsable de fijar al papel una idea de España cuando corrían los años cincuenta y sesenta, Catalá mostraba un imaginario firme en las guías turísticas que realizaba para Destino, o los reportajes con los que ilustraba diversos medios de comunicación. Su obra se caracterizaba por un meticuloso realismo, diáfano, una escenografía fresca y la preferencia por las reproducciones sin color. Catalá quería ser recordado en blanco y negro, como sus imágenes, sin arrugas, envueltas en aire limpio. Como ilustrador de realidades -siempre defendió la fotografía como técnica desartizada-, el color suponía contaminación, dramatismo, la realidad del mundo al ser fatigado. Escribe Chema Conesa: “Al observar muchas de las imágenes que Francesc tomó en color se puede apreciar que el cromatismo actúa como elemento perturbador, ancla la imagen a la técnica usada e interrumpe la fluida conexión con la memoria sentimental que se desprende de sus fotografías”. Tal vez en la fotografía documental -arte de la descripción visual a golpe de bayoneta-, antes de pulsar el botón, funcione la conciencia de estar generando recuerdos para el siguiente público, el porvenir. El blanco y negro ya es obra del s. XX, reconocía el propio Catalá: “Son dos colores que todavía nos resultan familiares, pero que desaparecerán en el futuro. Son dos colores falsos, no existen. Serán como el latín, llegará un momento en que no se entenderán”
Dos momentos clave configuran el espacio de la fotografía analógica, la captura, y la elección de la imagen contundente dentro de la imagen obtenida. El modo en que el fotógrafo actuaba delante del contacto decidía la historia a revelar. Al recordar cualquier imagen de Francesc Catalá-Roca, sea un documental por encargo o un trabajo personal, sobreviene la impresión de tomas impecables, a pesar del marcado carácter instantáneo de sus fotografías de calles, pueblos, animales y personas cazadas de improvisto. El blanco y negro desinfectaba la imagen; después habría que eliminar el ruido visual de cualquier toma, y concentrar en el papel el momento justo, o detectar las anécdotas para vestirlas de hallazgos. Una toma cualquiera de la realidad cotidiana no vuelve a ser irrelevante desde el momento en que se fotografía. Madrid y Barcelona en los años 50, la Gran Vía, curas, militares, esculturas de Chillida y Gargallo, la gitanilla, pueblos, toros y puestos callejeros, Salvador Dalí en el parque Güell, o la primera vez que abrió los ojos Joan Miró al recuperar la visión perdida en 1982 a causa de cataratas. Es el testimonio de su cámara.
La fotografía le confiere relevancia a cualquier momento que no la posee, por el mero hecho de detener las imágenes. La obra de Francesc Catalá-Roca retiene una escena en la superficie, se trata de fotografías que podrían romperse. No así el retrato de unas décadas cuyos más de 200.000 negativos descansan como imagen de una península inacabada. (ABC, El Cultural)