sábado, 18 de diciembre de 2010

Muros. Gerhard Richter




“-Mira, dijo Abel. Nos queda un muro y lo ensordecemos con nuestros lamentos.

Y Tima: El silencio está en la piedra. Nuestros dolores se petrificarán cuando nuestros gestos ya no tengan sentido. Pero nuestras lágrimas, hermanos, ¿quién las asumirá?

Había muros que les separaban de los hombres”

Edmond Jabès


Opacidad (Schandmauer)


Somos capaces de ver gracias a la escritura, y de captar mundos que no existen sino a través del acto de lectura. Conexiones que nos resultarían difíciles de apreciar de otro modo. Con las imágenes de Gerhard Richter, una detrás de otra, hoy superpuestas ante nuestros ojos, hemos atrapado una pulsación constante, lo que de muro revela su obra.

Un muro define dos espacios que de otra manera serían infinitos; Alemania del Este y Alemania del Oeste se encuentran en la frontera, pero resulta complicado determinar dónde comienza Berlín y cuándo ha dejado de replicar en la ciudad la presencia del muro. Los cuarenta y cinco kilómetros que dividían la ciudad estaban pintados por la cara Occidental de la piedra, 28 años en pie acumularon imágenes irreversibles. Los habitantes de la Alemania Occidental podían sentarse y contemplar la muralla pintada en acto de impotencia, grafiar el muro opaco no estaba prohibido. Las imágenes creadas eran la franja de unión con el más allá de Berlín, por medio de la contemplación exhaustiva del muro pintado (Schandmauer o Muro de la vergüenza), los berlineses podían oír la zona que les fue negada.  Allí sentados, paseando por los márgenes de Rin de piedra que separaba a familiares y vecinos, lo que no se pudo tapiar fueron los oídos de los habitantes. Podían escuchar la ciudad como un continuo de ruidos y voces, porque en el espacio sonoro no hay muros físicos. Lo que hoy en día conocemos por visuaudición, se refiere al fenómeno perceptivo que Michel Chion define como “concentrado conscientemente en lo auditivo, pero donde la intuición está acompañada y reforzada, así como parasitada por un cierto contexto visual que la influencia y proyecta sobre ella ciertas percepciones”. Imaginemos a un hombre, por ejemplo, en el año 1974, en una zona cualquiera de la Alemania Occidental, paseando a lo largo del muro o sentado en algún lugar. Si cierra los ojos puede cruzar el muro. Si los abre y se tapa los oídos, el muro de Berlín volvería a ser un muro de piedra. La escucha crea una visión de la muralla, si cabe más agónica, por situarse cercana y prohibida la imagen del otro lado.

El gesto de pintarlo representa el movimiento sucedáneo de querer romperlo, las manos se acercan con brochas a rozar la superficie de la separación, que es unión con el Berlín negado a la vista. El pincel sustituye al martillo. Gerhard Richter a menudo pinta con espátula.

En 1947, con trece años, Richter sobrevive a un bombardeo en Dresde (ex República Democrática Alemana), su ciudad natal. El mismo año los nazis se hacen cargo de su tía Marianne. En 1955, a los veintitrés años crea “Comunión con Picasso”, un mural que le permite ingresar en la Academia de Arte en Dresde. Termina sus estudios con otro mural “Lebensfreude” (Alegría de la vida). Ambos fueron cubiertos cuando Richter se traslada de la Alemania Oriental a la Occidental.  Tal vez sea por su trabajo anterior a los estudios en la Academia, como pintor de publicidad y escenarios, que Gerhard Richter trabaja en murales de manera habitual antes de partir a Düsseldorf y destruir su obra precedente. Como si de algo premonitorio se tratase, su trayectoria anunciaba que los murales formarían parte de su vida en calidad insospechada.

Richter se traslada a Düsseldorf meses antes de que el régimen comunista de la Alemania del Este alzara el muro en Agosto de 1961, y desde 1962 inicia su trabajo a partir de fotografías, tomando instantáneas de paisajes y retratos como fuente original para sus pinturas. Gamas de grises ilustraban desde iconos de revistas de la época hasta rostros de víctimas de la violencia, como la serie de ocho estudiantes de enfermería asesinadas, las imágenes de sus familiares, de internos en campos de concentración, o aviones y barcos alemanes destruidos. “El arte es la forma más elevada de esperanza”, dijo en una ocasión.

Abatimiento


“El poder del lenguaje debe ir dirigido hacia el lenguaje” escribía Agamben; asentimos por igual desde el campo de las artes visuales, el poder de las imágenes debe ir dirigido hacia las imágenes. Ya en 1966, Richter crea su primer mapa de color, formado por muestras de pintura industrial, y es a finales de los años setenta cuando su trabajo incluye obras como las conocidas pinturas grises o las tablas de colores (“10 tablas de colores”, “1025 colores”). Por esa misma época también comienza a trabajar con espejos y vidrio. “Pintar es una forma distinta de pensar”, nos gusta recordar esta frase suya, le proporcionamos un gran sentido. Mientras el muro dividía Alemania, su pintura fatigó desde las fotografías de múltiples connotaciones, llevadas al lienzo y borrosas, como si estuvieran cepilladas irónicamente hacia la derecha, hasta pruebas de color sin narrativa posible para la época vivida.

El contraste es evidente; entre las referencias en los retratos y la carencia de ellas en las pruebas de color, entre la opacidad de la pintura y la traslucidez del vidrio, la pintura de Richter parece sobrevivir condicionada a una doble intención, como puede ser la del decir o la del callar. Nos referíamos hace un momento a la acción de mirar aquella pared exenta, aquel muro de carga que no sustentaba ningún edificio visible, sino el peso del régimen impuesto. También al acto paralelo o sincrónico de la escucha, porque en el mundo auditivo no hay separaciones posibles pues a diferencia de los espacios, no se les pueden tapiar los oídos a miles de habitantes de una ciudad, y a otros tantos de la otra parte. La mirada se detenía en la vertical donde graffities y pinturas indicaban la propia censura que conlleva un muro que separa una ciudad; coches que abrían paso, franjas esbozadas, etc. La obra de Richter de este período anterior a la caída del muro, parece una muralla, de naturaleza defensiva y doble visión; por dentro, pinturas implicadas en la crueldad diaria y por el fuera, las imágenes de color o cristal realizadas para protegerse, como un castillo del peligro.

A partir de 1989, año de la caída del muro, el artista gira de nuevo su pensamiento. La espátula de Gerhard Richter, peina las fotografías con masas de pintura y coagula, como él dice “dos realidades en una”. Son fotografías en las que el óleo oculta una parte de la imagen, donde la pintura y la fotografía coinciden en el soporte, representan el mismo espacio a la vez que dos mundos distintos pero no opuestos. Como dos imágenes superpuestas, abatidas. En geometría se conoce como “abatimiento” cuando un plano que se corta con otro, se mueve de manera que uno de ellos gira sobre la recta en que coinciden hasta formar un solo plano. De ese modo, las fotografías pintadas por Gerhard Richter, resultan imágenes  que ligan dos campos de concentración visual. Richter aúna dos territorios en el espacio donde, por aquellos años, era posible hacerlo: en la intimidad del lienzo. Sus pinturas entonces parecen significar un muro traslúcido, donde es posible ver, a pesar de la masa reflexiva de pintura dinámica, lo que ocurre detrás de ella. Mitad y mitad.

            La experiencia audiovisual de los Berlineses, la visuaudición o escucha acotada por las imágenes que como parásitos la condicionan, no es más que un paralelismo que pretendemos establecer con las imágenes que Richter celebra. Si quieren dedicarle un tiempo a esta relación, observen como en las fotografías sobrepintadas, las masas de pinturas se corresponden con el perfil auditivo de la imagen. Son manchas vertidas e integradas en una imagen callada; las olas del mar, el agua, la lluvia, formas vegetales, formas, en todo caso, que hacen doler la imagen tomada de la realidad. A partir de la fotografía, Richter elige la mancha pensada para actuar sobre el rostro, el paisaje, los edificios, la multitud positivada. La sorpresa es una constante entre sus intereses, él mismo lo confiesa, la posibilidad de encontrar una imagen que en principio no esperabas encontrar, a la que te dedicas sin forma predeterminada. “Al final quiero obtener un cuadro que no había planeado… Quiero obtener algo más interesante de aquello que me puedo imaginar”.
Desde el punto de vista de la técnica, cualquiera de estos cuadros mixtos aúna dos técnicas en una sola superficie, los berlineses durante la vida del muro experimentaban esa visuaudición a diario. Las fotografías sobrepintadas siguen siendo muros. De contención, pues resisten las cargas horizontales del terreno fracturado, en este caso.

El año en que cae el muro es posible ver lo que había detrás; lo mismo ocurriría si rascáramos las fotografías pintadas. Los cuadros de Richter parecen, o podrían ser leídos, como parte de la memoria histórica de un país, testimonios de la experiencia política y estética de los miles de habitantes de la ciudad de Berlín. Recuerdos de aquella división de sentidos, la vista por un lado, el oído por el otro. Juntos en la misma imagen, pero un plano siempre cicatrizando el plano sobre el que se tumba. Dos realidades en una.

Translucidez

En la actualidad Gerhard Richter vive en Colonia. Nombrado hace unos años Hijo Ilustre de la ciudad, en el año 2007 le fue concedido el honor de crear una obra para un vitral destruido durante la Segunda Guerra Mundial, y sustituido en la posguerra por un ventanal blanco donde la claridad que filtraba resultaba excesiva para un templo gótico. El vitral de 100 metros cuadrados, situado en un lateral de la catedral de Colonia, fue ocupado por un gigante mosaico de pequeños vidrios con 70 tonalidades diversas (procedentes de otras vidrieras de la propia catedral). Junto a los ventanales del Medievo que sobrevivieron a los bombardeos, descansa el primer trabajo de Richter creado para formar parte de un espacio religioso, y él mismo recuerda la experiencia como emocionante, sobretodo “porque no puede descolgarse como un cuadro”

El cardenal  Meisnes, arzobispo de la ciudad, en la propia sede y ante el público, calificó la obra de “degenerada” (término patrocinado por los nazis para calificar tanto a las obras que serían tachadas a los ojos del público, como a los creadores posteriormente perseguidos). Al levantar el telón inaugural, se oyeron comentarios sobre la pertinencia del vitral en una iglesia católica, por no contener la representación de un mártir y parecer, a ojos de algunos, una obra más propia para una mezquita. Meisnes mandó colocar una enorme cortina negra para cubrir la totalidad del minucioso juego de luces de Gerhard Richter. En el evangelio de san Juan ya se encuentran clasificadas las personas según su tendencia hacia la luz o las sombras: “Y el juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra mal, aborrece la luz, y no viene a la luz, porque sus obras no sean reprendidas”. El mayor foco de luz de uno de los complejos arquitectónicos más famosos de Alemania, fue obturado lentamente.

             Resulta curioso que a Gerhard Richter le llamara la atención la cualidad inamovible de un vitral. Comentábamos sus comienzos murales, y la vidriera para la catedral de Colonia no posee propiedades distintas a las ya comentadas. Es un mural, forma parte de un muro, pero esta vez  deja pasar la luz. La imagen fue censurada por pecar de abstracta, cuando su naturaleza era iconoclasta y la gran idea del cardenal la elevó a las oscuridades de azar o sorpresa genial que tanto le interesa a Richter. Por motivos ajenos a su voluntad, el golpe de gracia de Meisnes devolvió a las sombras aquello formulado para que las horas del día reflejasen sus cambios de intensidad dentro del recinto sagrado.
          Revisando la trayectoria del pintor alemán, visitamos la pintura de un modo particular; como decíamos al comienzo, a través del espacio que la escritura regala. Antes de comenzar, recordábamos las palabras de Jabès, en el “Libro de las preguntas”: “Había muros que les separaban de los hombres”. Nos preguntamos si la pintura no se ajusta con demasiada nitidez a su rotunda sentencia. Una pintura es un muro que separa de los hombres. En cambio un muro no es una pintura que separa de los hombres, es un muro que da sombra.

        Hemos repasado la obra de Richter con la posibilidad abierta que sólo las palabras nos ofrecen, como si las fotografías sobrepintadas, las muestras de color o los vidrios fueran frames apresurados que se solapan mirando estos folios. De alguna manera, hemos construido un mural sobre Gerhard Richter, algo más interesante de aquello que nos podíamos imaginar. Y nos hemos encontrado con otra sorpresa sobre Richter que tampoco nos hubiésemos imaginado y recuerda Markus Heinzelmann, comisario de una de sus exposiciones en el 2009: el artista le comentó que ya había comprado su ataúd hace tiempo. De nuevo, dos realidades en una. Gerhard Richter convive con ambos espacios vitales, el de su vida y el del último lugar. A buen seguro, al comprarlo lo inspeccionó detalladamente, desde el material, hasta el espacio y el sonido de la tapa al cerrarse. Gran idea la suya, (reflexión en grado de hallazgo para nosotros, espectadores de su obra), pues el último portazo nadie lo escucha. (Dardo ed, 2010)

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