sábado, 6 de diciembre de 2008

Cine sin actores. Clemens Von Wedemeyer presenta



          Rien du tout, Clemens von Wedemeyer, Maya Schweizer, Deutschland/Frankreich 2006
Preis für den besten Beitrag des Deutschen Wettbewerbs, 52. Kurzfilmtage


  Filmar el territorio extraoficial del cine tal vez descarta la propia película. Improvisaciones, basckstages, detalles de última hora, la obra de Clemens von Wedemeyer (Göttingen, Alemania, 1974) inmoviliza la verdad anterior, el tiempo que precede y rodea la obra definitiva. Desde los comienzos en la escuela de Bellas Artes en Leipzig -98/02- su trabajo ha girado en torno a la ficción del teatro y la verdad del cine documental. La antigua polémica que Wedemeyer presenta en sus cortometrajes, tal vez gire sobre la necesidad de interrogar el estado actual de la dirección de actores y la interpretación cinematográfica.
  En la entrevista realizada con motivo de su participación en Skulpture Projekte –Münster 07- Clemens von Wedemeyer subraya la importancia de trabajar con toda clase de personas durante la creación de sus videos. Sus obras representan el ejemplo ideal para abrir el debate sobre un nuevo sentido dramático: el guión ocupa un espacio cada vez menor cuando se utiliza la cámara como herramienta primera de registro, sin estar condicionada por completo. El esquema heredado del teatro, la fidelidad de los actores a un guión, es el primer paso en la mayoría de las producciones actuales, salvo aquellas donde la cámara funciona como lápiz y el cine se aleja de su lastre escénico.
  La partitura se escribe con imágenes. No hay dirección de actores en Occupation -filmada en el 2002-, los extras se sitúan en un rectángulo de césped y gesticulan desorientados por las confusas instrucciones del director. Es de noche y el equipo de filmación lo forman actores sosteniendo micros, cables y luces, solucionando problemas técnicos. Los extras desconocen que ya están dentro del film. El espectador de Occupation se recrea en el espacio escondido por lo común a los ojos del público: la interacción entre el equipo de filmación y los extras confundidos. Los cortometrajes de Wedemeyer congelan el tiempo que rodea al film, castings, momentos anteriores al rodaje, actores suspendidos por una función que no comienza.
  En ocasiones, los protagonistas en las obras de Wedemeyer carecen de preparación escénica o incluyen actores esperando el momento de subir al escenario. Tal vez sea el modo definitivo de fulminar o reflexionar sobre la función de los métodos interpretativos vigentes en el cine del siglo pasado. Llevar a la gran pantalla personas que no actúan paraliza el método Stanislavski, su versión norteamericana del Actor’s studio, o recursos como el de Woody Allen de ofrecer a los actores sólo su parte del guión para que desconozcan el sentido total de la obra. Rien du tout, realizada con Maya Schweizer, consiste en el casting en un barrio de los suburbios de París para Catastrophe, una pieza de teatro de Samuel Beckett. Las horas de selección ya son la película. Sin dirección de actores no parece posible hablar de actuación; el simple hecho de pertenecer a la imagen en movimiento no implica la interpretación de personajes. No existen si nadie actúa; la representación brilla por su ausencia cuando se documenta un cuerpo borrado de diálogos escritos o actitudes señalizadas.
  La teatralidad continúa representando una traba para el cine contemporáneo. Cine sobre cine, en el año 2000, Lars Von Trier propone a Jørgen Leth realizar cinco variaciones de su cortometraje de 1967, El ser humano perfecto. Parece un sentido documental compartido por Wedemeyer en sus remakes, como el de Big Business -2002-, donde versiona un clásico de Laurel & Hardy utilizando como actores a presos de una cárcel alemana. Su obra Metropolis trata sobre la posibilidad de trasladar el film de Fritz Lang a otra civilización, Wedemeyer llega a Shangai y le declara a un trabajador nativo el objeto de su viaje: “Venimos a buscar exteriores para una película, hablar con obreros y arquitectos, guionistas y novelistas. Investigar si puede resituarse toda la película aquí”. La plantilla está compuesta por obreros hablando sobre sus experiencias laborales.
  Cuando los actores no representan personajes y el Making of es suficiente, el cine avanza en una dirección donde parece surgir una identidad mixta a camino entre el documental y el videoarte. El rodaje muestra una realidad cinematográfica independiente, como se aprecia en el Making of de Occupation y el de Big Business. Making of Occupation dura dos minutos más que Occupation, he aquí un paréntesis abierto para reflexionar sobre el objeto del cine como fuera de campo plegado sobre la pantalla. Quizá la magia de las obras de Wedemeyer consiste en cuestionar la función del arte dramático en el cine. A través de la realidad documental del rodaje queda en suspenso la pertinencia de la obra final, el Making of depende de sí mismo y los actores que no actúan, los presos o los obreros refrescan la pantalla y dislocan la costumbre del público a recibir cine interpretado. En el trabajo de Clemens von Wedemeyer la espera es la dirección de los acontecimientos. (ABC, El Cultural)

domingo, 2 de noviembre de 2008

Una posibilidad para la escultura. Waltercio Caldas


Waltércio Caldas
Garrafas com Rolha, 1975
ferro pintado e cortiça,
23,5 x 17 x 10 cm


La presencia de la escultura ya crea un espacio, ya lo destruye. Al tiempo que estrena el lugar donde reposa, el museo desaparece tras la obra de Waltercio Caldas (Río de Janeiro, 1946). Hoy podemos hablar de algo que golpea contra el aire y las paredes blancas del edificio, invadido por más de cuarenta esculturas, o una sola si el espectador se aleja lo suficiente. Las salas y los corredores se van de escena y queda a la vista una sinfonía de formas irreconocibles, casi siempre leves aun formuladas en acero. No es posible nombrarlas, estamos ante materiales como el vidrio, la lana, o el papel, escenografiados desde otra plataforma de sentido, sin rastro de mensajes chillones o lamentos citacionistas. Aluminio, confianza, plástico o hierro limpio, las obras comunican el punto de vista del creador a través de su forma y su lugar; en el trabajo de Waltercio Caldas es posible leer la historia del arte escrita desde la actividad, la práctica artística y el contacto personal con los materiales.
Él señala que la historia es la materia prima de su trabajo, y lo consigue sin citar o deformar la imagen de los personajes que nombra: Giotto, Thelonious Monk, Platón, Mondrian, Rilke. Con los hilos, los tubos de metacrilato y la piedra, no fuerza el significado de los materiales, no les proporciona otra vida, existen en sus esculturas sin la violencia que en ocasiones genera el pensamiento sobre la materia inválida.
Las formas anónimas y las escasas figuras reconocibles implicadas en sus instalaciones, se presentan como portazos silenciosos para el que quiera atrapar o aprehender su sentido, y una gran sonrisa a quien lo intente. Unos cuantos balones de mármol con una parte cortada, lisa, casi semiesferas, podrían estar firmes en el suelo, si el artista no hubiera dejado al descubierto la zona de apoyo estable. No sabemos si la cartela con el nombre de Escultura para todos los materiales no transparentes, 1985 pertenece a las esferas giradas o a la pieza contigua. La sensación se acerca a la de caminar por un bosque con árboles, plantas y arbustos desconocidos.
Waltercio Caldas recuerda que su formación como pintor en Río de Janeiro le sirvió para "inventar una posibilidad para su actividad, un proyecto para sí mismo". Corrían los últimos años sesenta, fraguaba el clima oportuno de cambio, empuje y apuesta por nuevas creaciones, había que inventar posibilidades como fuera. Años de reconstrucción del pais y el momento oportuno para arrancar con un lenguaje propio, tomar decisiones y seguirlas. De aquel ambiente experimental en Brasil a las puertas de los setenta, nacen proyectos tan diferentes como el de Cildo Meireles, Lygia Pape, y otros artistas que aparecen al mismo tiempo que Brasilia, ciudad cuya silueta surgió de la nada, diseñada por el urbanista Lúcio Costa y el arquitecto Oscar Niemeyer. Las palabras de Waltercio Caldas ilustran aquel comienzo, la voluntad de construir su morada con plena confianza.
A la sensualidad de sus esculturas le sigue un desafiante silencio. Luis Camillo Osorio, crítico de arte y profesor de Estética en la universidad de Río, comenta sobre la obra de Caldas: "la provocación es importante, en la medida en que trastoca la comprensión, desorienta la identificación de la cosa vista, hace surgir una forma sin nombre, o sea, sin representación". Si intentamos descubrir el modus operandi de Waltercio Caldas, quizá el primer paso hacia la elaboración de su alfabeto haya comenzado con la definición de un objetivo troncal, tal vez, el de producir un sentido no común. Para lograrlo, aleja sus obras de cualquier impertinente especulación retórica; detrás de las estructuras metálicas se percibe la fabricación primera de un pensamiento sin relleno ni formas vacías. Obras inmóviles, como en reposo, apuntan a un movimiento excluido a la vista. Nada está quieto y nada se desplaza, como ocurre en Próximos, donde el artista no juega con paradojas o contradicciones, sino que salta por encima de ellas para elaborar un tiempo en el que las formas y los materiales duermen.
La dificultad para describir la obra de un creador surrealista de sueños no figurativos, y tratar de acercarles a la retrospectiva del museo, es tarea frustada de continuo; para decir sus esculturas es preciso dibujarlas. La resistencia de su trabajo a definirse por medio del lenguaje oral o escrito, tal vez pase desaparcebida; transmitir o expresar el físico de sus esculturas nos enfrenta también al lenguaje. Con las manos vacías Waltercio Caldas acertó con una lengua para pronunciar el espacio, un camino sin señalizar, una posibilidad por descubrir. Como un traductor que no encuentra editada ninguna gramática para la palabra que desea pronunciar, y debe hacerla visible. (ABC, El Cultural)

lunes, 27 de octubre de 2008

7+1 Project Rooms. Ocho continentes, siete sorpresas




Mónica Bonvicini Never Again (2005) Leather, chains, rack Dimensions vary


En el espacio panóptico del museo, Mónica Bonvicini (Venecia, 1965) cuelga una serie de arneses en una estructura circular que tiembla de repente. Principio del viaje. Adelante. Un enorme pasacalles de carnaval; Tomas Hirschhorn (Suiza, 1957) construye una plataforma liderada por maniquíes, desbordada de libros, flores, básculas, sillas, donde el caos visual de los elementos y el cúmulo de objetos, moldes y vaciados, reina en una fiesta de referencias a filósofos y signos de poder, una mano que señala, cápsulas de colores que se llaman Equality. En una de las pancartas de cartón, escrito a mano: universalidad, futuro, sueño, libertad, responsabilidad. Un pequeño bosque artificial construido con cinta de carpintero.Thomas Hirschhorn Gelatin. Sin Tïtulo
En la última apuesta de MARCO, no vamos a encontrar el habitual punto de vista del comisario, sino a ocho artistas que exponen cada uno en una sala del museo. Como suele ocurrir, en el montaje final de una exposición aparecen vínculos, temas o ideas que no formaban parte de los objetivos del proyecto, motivos que no es posible escribir porque aparecen cuando las piezas están preparadas para el día de la apertura. El logro de esta exposición es algo que por lo común otras muestras no alcanzan: aturdir. En cada espacio se respira decisión, también duda o desconcierto por parte del público que camina de una sala a otra, cabezas gachas, reflexivas, entramos en una sala sin haber asumido el desconcierto de la anterior.
La función del comisario, Gerardo Mosquera, ha sido elegir y esperar la propuesta de los artistas, que sin idea previa indican en sus respuestas una similar actitud vital. Ni un detalle balbucea en el museo, la formulación de las obras es decidida y segura: "Todos salen del arte hacia el contexto al mismo tiempo que inspeccionan las posibilidades del propio arte". Células aisladas que nos hablan del mundo, lejos del lugar en donde se encuentran. Registran la cara más cruda de la realidad social, tortura, cárcel, asesinato, siempre hay una denuncia o un malestar explícito a través del campo de proyección del arte. La representación de una queja tiene tantas caras como artistas quieran levantar la mano para decir algo, cada obra resulta un clímax. El ritmo que se dibuja desde una sala a otra es vertiginoso, las instalaciones requieren un exceso de atención y la vista se agota porque los ocho artistas han sabido aprovechar al máximo la oportunidad brindada.
Siguiente espacio. Huele a vegetación antes de entrar y encontrarnos con un pequeño montículo de tierra fileteado en forma curva. Jorge Perianes (Orense, 1974), apoya a su lado, en el suelo, el vértice de la gran montaña olorosa de la que formaba parte. En 7+1 Proyect Rooms se accede a ocho continentes personales. La impresión es la de entrar en un panal de cualquier colmena, una colonia formada por ocho artistas aterriza en Vigo y cada uno en su celdilla descarga su personalidad independiente. Los artistas actuaron sin tener en cuenta lo que iba a ocurrir en la sala contigua y al no existir vínculo conceptual o mano que mece las cunas, entre un espacio y el siguiente lo que se expone es la sorpresa. El pequeño lugar de tránsito de una a otra sala se ha convertido en lugar de acción. En ese camino y hasta entrar en la siguiente habitación, el espectador se encuentra medio perdido, solo en medio del corto camino que separa las propuestas. Antes de que se le venga encima la siguiente obra, el visitante aún no ha tenido tiempo para salir de la anterior. Ocho propuestas y siete intervalos donde el visitante respira.
En 1988 Kendell Geers (Sudáfrica, 1968) fue uno de 143 jóvenes que se opusieron públicamente a alistarse en el Ejército Sudafricano; proyecta el linchamiento de una mujer durante el Apartheid, mientras a través de auriculares se escuchan los escritos de arte de Magritte. El espectador que se acerca a la siguiente sala – ocupada por la pieza de Tania Bruguera (Cuba, 1968)- sólo ve un pasillo blanco con habitaciones a los lados. Será recibido por un acomodador un tanto siniestro que le dará a elegir una puerta; en el cuarto oscuro se encuentra un libro, escrito durante los años de prisión, Gandhi, Oscar Wilde… El visitante permanecerá encerrado un minuto por cada año que el personaje estuvo en cautiverio.
A oscuras y sin poder actuar, por unos minutos sin nada que ver, se repasa o se mezcla lo visitado hasta el momento: la caravana de carnaval que huele a hierbas de monte con arneses del Apartheid, y la exposición no acaba aquí. Teresa Margolles (México, 1963) realiza una instalación sonora, acercamos la cabeza a los veinticuatro altavoces alineados alrededor de la sala. Cada uno reproduce el sonido del lugar donde se encontró el cuerpo sin vida de una mujer en ciudad Juárez. El lapso de tiempo entre las obras, los siete intervalos, tal vez sean obra del comisario. Al público suspendido en ellos, aun le queda por asistir al último golpe seco de la exposición, que consiste en salir primero del museo, después de la calle y por fin llegar a casa. (ABC, El Cultural)

domingo, 5 de octubre de 2008

Cine petrificado. La escultura en Fritz Lang



Al caer herido durante la I Guerra Mundial, Fritz Lang (Viena, 1890-1976) se encuentra en el hospital militar con el director Joe May, con quien escribió los primeros guiones, comenzando entonces su carrera en el cine. De joven había estudiado arquitectura por voluntad de su padre y en su futura labor de cineasta integraría aquellos valores espaciales aprendidos, la escultura y la pintura, como si fueran personajes en sus obras, ofreciéndoles el mismo protagonismo que a los actores. Si Buñuel afirmó que «el cine servirá de fiel intérprete a los sueños más atrevidos de la arquitectura» esta muestra intenta ampliar los trabajos clásicos sobre el uso arquitectónico en los films de Lang -el más destacado Fritz Lang, La messa in scena de Bertetto y Eisenschitz-, con el uso escultórico de cuerpos y objetos, tanto en la escenografía como en la dirección de actores. Los comisarios centran la atención en el primer periodo alemán 1917-1931, a través de tomas silentes, fotografías de rodaje, colecciones que evocan la obra de un autor de quien Godard llegó a afirmar que no era un cineasta, sino el cine.
Nos encontramos ante el grupo escultórico de Ljutomer, piezas del autor realizadas en Slovenia, el robot Maria de Metrópolis, dibujos, bocetos de escenografía, maquetas, toda una serie de material determinante en la comprensión del papel de la escultura en Fritz Lang. Con la selección de fotogramas y piezas, el itinerario nos acerca a un ruido de fondo en la obra de Lang: deseos, impulsos, ansias, formas inconscientes, bajas pulsiones. Representaciones de la muerte lícitas en un contexto postbélico como el de Berlín en los años 20, cargado de tensiones políticas y sociales, desempleo y hambre, miedo a una revolución socialista y la cercanía al poder del partido nazi. En esa ciudad de cabaret y cuaresma, Lang se obsesiona con un cartel que proliferaba por las calles con el lema, Berlin, detente, tu pareja de baile es la muerte.
En 1927 Lang publica el artículo Sobre la muerte benevolente, donde detalla cómo se se le apareció la muerte en forma de esqueleto desnudo con sombrero. Al miedo de esa figura le sucede un sentimiento de comunión o experiencia mística. “Por esta razón, en sus películas le gustaba mostrar el amor a la muerte como una mezcla de horror y benevolencia, al modo de los artistas góticos”, apunta el crítico esloveno Jure Mikuz, quien continúa diciendo “...matar fue también uno de los orígenes mitológicos de la escultura. Tras matar a Medusa, Perseo fue capaz de matar a sus adversarios sólo con la ayuda de su cabeza muerta, convirtiendo en piedra a todo el ejército petrificado en la isla griega de Serifos, isla de “las mil piedras”.
En Hilde Warren und Der Tod (1917) el propio Lang encarnó el papel de la muerte. Si hablamos del valor escultórico en las películas de Fritz Lang, habrá que referirse a un elemento no tridimensional. El valor que localiza esta exposición sobre el sentido de la muerte para el director vienés, no es la decadencia formal, ni el fin de una vida, sino un elemento que agrupa la materia visible y la sirve en bandeja a los ojos del mundo. Como aglutinante, la muerte en sus múltiples versiones era el alimento favorito de Lang; vibra en escenarios y personajes como Sigfrido, el asesino M, Metrópolis o pasea por La Muerte Cansada, auténtica obra maestra de sus inicios. El cine de Fritz Lang lleva a hombros la representación de lo inmóvil por excelencia, la muerte, mediante escenarios donde no hay viento, ojos sin párpados, labios apretados, figuras silentes donde toda interpretación es interior.
Así, en Los Nibelungos los actores aparecen como estatuas en sus hornacinas. Confesaba Lang a Godard en Le Mepris “La muerte no es una solución”: matar o morir no cierra el problema. Su obra es una variante trágica de la lucha contra el destino, el papel del hombre en un mundo sin dioses en el que se desvela un horizonte de horror. La muerte es el telón de fondo que podemos apreciar en las reproducciones de las cabezas de los Siete Pecados Capitales de Metrópolis, de la Mensch-Maschine, o del Moloch. En cada figura, forma o animal de una película de Fritz Lang, habita la fuerza generadora, axial y monstruosa de la expresión de un rostro, un ademán o una postura del cuerpo inorgánica.
Por primera vez tenemos la oportunidad de apreciar el meticuloso tratamiento escultórico de los personajes, la construcción de los decorados y la manera obsesiva en que luces, vestuario y atrezzo apuntan a una gran característica en el cine de Fritz Lang: la muerte en cada pequeño detalle. La condición inerte de la piedra, tal vez como destino, es el centro de gravedad donde los cuerpos se vuelven esculturas de pronto animadas, los gestos hieráticos, y una mascarada de esqueletos recubiertos de cuerpo humano bailan en silencio por la pantalla. (ABC, El Cultural)

martes, 16 de septiembre de 2008

En Construcción I. La velocidad de la pintura

                                                           Günther Förg. Untitled Print


La realidad se ha pixelado a tanta velocidad que es difícil referirse a ella. Huye. Los cuadros, membranas sensibles, son ahora sistemas aislados que se refieren a si mismos y a su posición en el tejido de los signos, antes que a cualquier apariencia real. En el mundo y al descubierto, cada pintura extiende el brazo y se señala con el índice; al decirse a sí misma se vuelve irrompible, impermeable a causas ajenas, establece un tiempo fuera del tiempo.
La iniciativa de la Fundación Pedro Barrié de la Maza al iniciar una colección de pintura que reúna a creadores a partir de los años 70 del siglo pasado, tiene para el comisario David Barro, un cometido directo: “¿De qué hablamos cuando hablamos de pintura hoy?” Si el acto de pintar corresponde a un planteamiento vital, tal vez la propuesta expositiva cuestione cuál es el signo de la pintura actual, fuera de sí misma.
La pintura, en su sentido metarreferencial, pudiera reducirse a las siguientes razones: constancia, verdad y velocidad. Para los creadores, lo menos importante parece ser la frontera entre la lengua en la que se comunican y el discurso abierto en el lienzo. La pintura reside en el brete obstinado entre el soporte y el contacto con él: la velocidad, la mesura, el tiempo invertido en la imagen. La prolongación de esa herramienta imprescindible para crear, la pasión, consiste en saber plasmar la oportunidad del gesto que pasa por delante o detrás de sus ojos.
Sin cartelas y algunos apoyados en el suelo, un folleto informa sobre el autor de la obra.
El uso del objeto-cuadro funciona en Fabián Marcaccio como elogio a una dimensión posible en cuanto imaginable; llámesela pictórica o escultórica, la retícula se ha logrado y resiste, como ocurre en el cuadro seleccionado de Imi Knoebel. En este último nos situamos ante la formulación de una superficie pintada, que acoge en su saber estar la presencia de los signos que mantienen erguido el ámbito de la pintura, color que cubre y deja el soporte al descubierto.
Una posición que aparece contrastada en la muestra por la figuración de Fiona Rae con Look!! Look!! Look!!, al reubicar una explosión estelar de relaciones cromáticas y animadas en constante juego sobre el lienzo. Aunque no fuera su intención, la superficie peinada de verde y ocre brillante de Jason Martin parece un primer plano de una cabellera flotando en el agua. El juego es de elusión y alusión, creación de un espejismo desde el soporte hacia una realidad desvelada.
Günther Förg presenta un gran lienzo como una gran prueba de color independiente de su paleta. Vemos porque recordamos, reinterpretamos las imágenes porque en ellas se encuentran pedazos de nuestra imaginación aún oculta; se alzan como signo de sí mismas, y una nueva figuración surge con ellas. Esto ocurre con la pintura, con los cuadros de cualquier época; donde un pintor deja el rastro de un tiempo trabajado, quien lo visita con cuidado rememora el tiempo apostado en su construcción, el tiempo eludido que la rodea.
El tiempo de la pintura no está pixelado. Los rasguños se producen a otra velocidad y por contraste, la imagen lenta supone un frenazo en seco y un volver a pensar en la pintura como obsesión y fórmula temporal de una espera imaginable. Con la lentitud de la pintura resulta menos preocupante la velocidad de los días. (ABC, El Cultural)

jueves, 14 de agosto de 2008

El museo en sí mismo



Esas amplias habitaciones interiores que un día de 1793 abrieron sus puertas con el nombre de Musée du Louvre, en poco se parecen a estas propuestas de museo hacia afuera, que veinte artistas han modelado para los espacios del MARCO de Vigo, antigua cárcel y restaurada. En la acción de Roman Ondák “Midiendo el universo”, los visitantes marcan su altura en la pared y escriben su nombre, de modo que tal vez sea la imagen o línea del horizonte museológica que apunta este proyecto, el museo como lugar de proyección personal, para uno mismo. El discurso de Loreto Martínez en la rueda de prensa funciona también como definición general o sinopsis del trabajo expuesto: sentada entre el público comienza a hablar mientras unos altavoces reproducen en el exterior del MARCO: “Son exactamente las 12 horas y 32 minutos (…) mi nombre es Loreto. “Artista” invitada a participar en la exposición El medio es el museo que se inaugura esta noche a las 20 horas (…)
Los proyectos ya son exteriores, miran hacia fuera y lo hacen para volver a pensar el espacio expositivo: de nuevo mirar hacia dentro. Marshal Mc Luhan así lo formulaba en los años sesenta del siglo pasado: “El medio es el mensaje”; generamos herramientas que luego nos forman a nosotros. La intención de los comisarios ha sido “reflexionar sobre el museo entendido como medio y material, pero también como un sistema de convenciones históricamente establecidas en un lenguaje concreto”. Cuando en 1976 Christopher D’Arcangelo visitó el Louvre, descolgó un cuadro y luego se marchó, apuntando a la necesidad de hacer tambalear lo que dentro del museo está parado, las obras de arte. Anunciaba la necesidad de un diálogo de poder con la obra de arte: tú eres un cuadro que no puedes moverte. Podría decirse que con ese gesto impulsivo y relajado, involuntariamente D´Arcangelo estaba reformulando las futuras funciones del museo, la capacidad de respuesta, la recepción de voces y diálogos individuales. Así termina el monólogo de Loreto Martínez: “Y entré en un café y pedí un thé. Se escuchaba en la radio Take it as it come de… The Doors. Y un hombre se acercó y me dijo: Bonjours, Hola, Je m’appel… Me llamo Dominic. Nací el 15 de noviembre del 1959… ¿Esct-ce que puedo hacerle una pregunta? ¿No tiene la impresión que falta un poco de vida aquí? Y partió rápidamente”
No podemos pasear por dentro del “Pájaro en el espacio” de Brancusi, ni atravesar una fotografía de Jeff Wall, tampoco entrar en un icono bizantino o en un video de Nam June Paik. Podemos, en cambio, cruzar una instalación porque está construida de espacios sin objetos, por los que el espectador se aventura. Para hacernos una idea de lo que se entiende por instalación, bastaría quitar a una casa las paredes, e imaginarla como un espacio habitable y a la vista.
La obra nos instala dentro de su espacio, como sucede en un museo si lo pensamos como una gran obra de arte anónima. Su sentido es alojar otros sentidos, otros autores; cada centímetro de superficie es útil, desde la fachada a los extintores. Al adquirir la entrada, deberíamos ser conscientes de que vamos a caminar dentro de una obra de arte, percibir la situación como si fuéramos un trozo de comida que observa las paredes del estómago. En el interior los volúmenes se desplazan y nos empujan hacia otro lugar, apreciamos que a nuestro alrededor las dimensiones y los signos se transforman al pasar el tiempo.
Estamos dentro de un espacio que sirve para algo más que contener, proteger y clasificar las criaturas del artista. Se puede romper, manipular, y redefinir a cada instante, creando formas nuevas. El museo derrite vértices y vigas madre, marcos y molduras, avanza en dirección a él mismo como soporte en movimiento que admite, consiente y recibe cualquier agresión física, amable o perniciosa.
El museo como material y como medio apunta a los que tal vez sean los dos procesos escultóricos clave, el método aditivo y el sustractivo. Añadir, aportar y dinamizar información para que el organismo aumente de volumen; o restar material, lo que de alguna manera se consigue al referirse al museo desde el propio recinto, como marco autorreferencial, como metadiscurso. Hablar de esta peana horizontal y escenario flexible, supone extraer los temas que habitualmente se exponen por medio de las otras obras de arte que no son él mismo, llenar el estómago del museo con piezas que le hacen referencia. Así apuntan los comisarios Pablo Fanego y Pedro de Llano: “el museo se percibe no sólo como un lugar de instrucción o educativo, según la definición decimonónica, sino también como un entorno destinado a estimular la actitud ‘performativa’ de los espectadores a través del cuestionamiento del amplio catálogo de rutinas sociales que tienen lugar entre sus muros”
Cuando en vez de hablar de las piezas que el museo contiene se dirige el discurso hacia el museo como obra de arte, es como si a la institución le hubieran salido hormigas, los espectadores que caminan por él y le ofrecen su humilde rumor, hormigueo. (ABC, El Cultural)

viernes, 25 de julio de 2008

Paul Strand: fotogenia





Orfeo perseguía la imagen de la persona que caminaba tras él, como un fotógrafo, despierto y en medio de dos imágenes homónimas. Tal vez debiera atenderse a este personaje mitológico como si fuera una cámara fotográfica caminante, en busca de la expresión para él insustituible. Así, dos posiciones parecen las correctas, pues quienes no están detrás de la cámara, van delante.
Captar la imagen real, aunque no sea ideal, fue la característica más sobresaliente de Paul Strand (New York, 1890-1976). Lo primero que le interesaba era el hombre, tema retomado de continuo a lo largo de su trayectoria. Quería evitar toda sobreexposición gestual, por ello utilizó lo que llamaba “cámara cándida”, un objetivo falso en el lateral de la Réflex para desorientar a la persona que deseaba representar. Una larga retahíla de expresiones capturadas por un objetivo indiscreto -Blind Woman es un ejemplo de ello- demuestran la preferencia de Strand por la expresión del cuerpo. Cuando Orfeo gira la cabeza o el fotógrafo aprieta el disparador, ha conseguido el negativo impreso y la caza de la imagen llega a su fin; la vida se detiene al chasquido mortal del cierre de cortinillas, y Eurídice se esfuma.
Además de esos retratos furtivos, en la primera retrospectiva de uno de los artistas que reenfocaron el mundo de la fotografía a principios del s. XX, nos encontramos con modelos que posan para él, en Manhattan, México, Europa o África; mujeres selladas por el trabajo, hombres quietos que revelan largas y duras faenas diarias. Su trabajo fue un reportaje de “fisonomías sociales”, como él gustaba llamarlas, trabajadores que sólo con su cuerpo dicen la función desempeñada durante una vida. Años más tarde se hablará de “retrato psicológico”, una magia sobreexpuesta en la mirada del modelo, por parte de quienes elaboran un discurso sobre el dueño de esos ojos. Sicologizamos los retratos, las imágenes del desierto, los edificios y las plantas. Ante la obra de Strand, cabe la posibilidad de asombro, y después la del ridículo, porque nos cuesta demasiado trabajo dejar de leer las imágenes.
Paul Strand, –como apunta el comisario y escritor Rafael Llano en su reciente “En el principio fue Manhattan- se anticipó al neorrealismo italiano con los filmes Native Land (1942) o Redes (1934), al fijar la pobreza y cruda miseria que la Gran depresión de América o las secuelas que la Segunda Guerra Mundial dejaron en los rostros de la gente anónima. Campesinos y hombres tuerca de esos “Tiempos modernos”, papeles en blanco donde la repetición de los mismos gestos deforma al niño que juega hasta convertirlo en máquina y huella del esfuerzo por sobrevivir.
Lo que ocurre en los retratos de Strand es que hace un siglo -aunque los sujetos fotografiados estuvieran posando-, aquellos hombres no poseían un conocimiento extenso de su imagen impresa en álbumes, o manojos de carpetas digitales, como en la actualidad. Hoy la naturalidad prohíbe cualquier pose; a comienzos del s. XX la fotogenia todavía no era una religión, porque los rostros no estaban tostados por la cámara. Algunos de los retratos de trabajadores de Paul Strand tienen otra capacidad de sugestión, parecida al optimismo de un hombre que compra una parcela, y observa la tierra por labrar; otros reproducen la amargura contraria.
Cuando el lenguaje fotográfico bostezaba en la decadencia pictorialista, un joven Strand fijaba su trípode en paisajes, costumbres, cuerpos, objetos, situaciones y lugares con los que redefinir objetivamente el arte de la fotografía. Como Walt Whitman escribía en Hojas de hierba: “El mayor de los poetas tiene menos un estilo marcado y es más el canal de pensamientos y cosas sin aumento ni disminución, y es el canal libre de sí mismo”. El cuerpo del hombre sin aumento ni disminución, sin lente ni cartón piedra.
Todavía nosotros, fotogénicos al máximo, descubrimos vida en cualquier obra de Strand. Estas imágenes paralizaron algo más, la inconsciencia del motivo o la panorámica. Uno tiene la impresión de que fue la primera vez que las plantas o los edificios fueron capturados, como si el objetivo de la cámara hubiera asustado a la imagen representada. Rezuma suavidad en el disparador; tanto en los retratos con la “cámara cándida”, como en los directos, oportunidad y la realidad se funden. Las caras y las expresiones no pierden aquello que Strand quería mostrar como en un espejo: las personas mismas. Paul Strand camina tras las expresiones faciales, ninguna en particular es más querida que otra; el requisito es que el modelo presente una hendidura en el cuerpo, la marca en la piel del paso del tiempo. Sus composiciones son naturalezas muertas rellenas de energía.
Algo del miedo que debió sentir Orfeo debiera constituir el aprendizaje básico del fotógrafo: si vuelves la vista la perderás, debes mirar el presente a la cara. De nuevo Whitman: “No permitiré que nada se interponga, ni siquiera los más ricos cortinajes (…): estaréis a mi lado y miraréis el espejo conmigo”. Aquí Orfeo y su precipicio, su herencia: os mostraré los frutos que también se pudren. (ABC, El Cultural)

jueves, 10 de julio de 2008

Desahogar a Carlos Alcolea


















Ocurre con Carlos Alcolea (1949-1992) como con alguno de los poetas de la generación del 27, los suyos eran y son poemas que traslucen poetas -que no escritores de versos-, se implicaban de una manera tal que los versos no estaban aislados, señalaban al hombre, a una imagen dolorosa de España deseada y reinterpretada de continuo. La figura de Alcolea está para siempre cubierta de cariño y de ausencia presente por parte de conocidos y desconocidos.
Apasionado por Tiziano, las piscinas, David Hockney, Marx o la filatelia, algo de ternura en el pincel quedó a la vista en sus telas y cartulinas. Siempre aprendiz y amante de la pintura, parecía saber que el mismo medio era sencillamente prescindible e importante. Sus lienzos no eran un envés ni una estocada; como Alcolea escribía bajo el título Poco tiempo lleva tardar tanto: “La línea no se traza, borra su sentido, es capaz de desaparecer a la más mínima señal de alarma. No limita el vacío ni lo rellena. Su grosor forma parte de la irritabilidad del ojo. No hay mecánica acertada ni sensaciones, sólo un pulso constante”. En sus apuntes sobre la pintura, el agua y la muerte diaria -con su diaria reconquista-, translucen las notas de Duchamp, como carta fraternal hacia su pensar y su fiel pasión por el entretenimiento del espacio de la pintura, como quien tira piedras al río para conseguir que salten sobre la superficie.
No hay motivo, grafismo o pregunta que resulte tópica si es lanzada desde un pincel febril o excitante. El proceso de creación, si es autoreflexivo, se fija al soporte y la tela es ya una fotografía de pensamientos. Carlos Alcolea se alejará de la corriente informalista para integrarse en aquel episodio de finales de los años setenta que dio en llamarse Nueva Figuración Madrileña. El recordatorio que acoge la ciudad de Ferrol a este artista -que fue sin saberlo Premio nacional de Bellas Artes en 1992-, exhibe 43 piezas realizadas entre 1972 y 1992. Encontramos obras conocidas como el Moebius y su amigo, Las gafas, o Alicia en el Pais de las maravillas o Alicia a través del espejo, realizadas entre 1975-79. Hablamos de un pintor que sólo ha elaborado 20 exposiciones a lo largo de su carrera, todas en territorio nacional, sin descuidar el marco socio-cultural en el que se hallaba inmerso, -véase la producción de 1992, año en el que se cuentan como 26 las víctimas del terrorismo-: El arcipreste de Eta o Grupo de católicos mirando como baila el papa. De un cuadro a medio camino entre el informalismo y la figuración, un niño diría que es una trastada. Es posible que a Carlos Alcolea no le molestase este niño.
“Criar pintura, en vez de polvo”, recordaba Ángel González escribiendo sobre su amigo; en parte, criar obras de arte consiste en ingerir alimento en las bocas ajenas, proporcionar calma desde un sentimiento de altruismo infinito. Criar, creer y crear se dan cita en la obra de Carlos Alcolea, recordemos el título de su publicación en 1980: Aprender a Nadar. Piscinas, duchas, cisternas, bilis, fijense cómo el pintor deja que sea la técnica húmeda la que dice agua antes de que el ojo vivo del espectador reconozca que una mancha azul lo es; desciende, salpica y gotea como generadora de vida o forma.
El cuadro de Los borrachos dice alcohol, Las gafas, humor vítreo, Lágrimas de cocodrilo. Emborronamientos y perfiles definidos, degradados y fundidos los colores, las formas de los corazones, las mujeres o los elementos elegidos, aparecen como el café vertido sobre una alfombra, manchas retocadas que designan su figuración líquida. Aparece un orden en su trabajo y viene impuesto por la personalidad de la técnica al agua; el charco en el que se descubre una forma conocida, trazos diluidos.
Ángel González señalaba: “Pintar no le parecía a Carlos la mejor manera de desahogarse; la pintura –le oí decir alguna vez- suele atragantarse”. Resulta curiosa esta afirmación de Alcolea porque a veces pintar no es un acto fluido, se atasca igual que las cañerías o los huesos de las aceitunas. Acrílico para el atragantado y una advertencia al descubierto: no deshidratarse los pintores.
Pintar y ahogarse: si uno se ahoga a duras penas es posible desahogarse, efectivamente, no hay vuelta atrás. Si uno es pintor –que no hacedor de cuadros- de algún modo se encuentra inmerso en otro mundo, sumergido en relaciones que sólo encuentran sentido en ese ahogamiento voluntario. La pintura como experiencia de inundación y bienvenida catástrofe, es al tiempo un flotador y un aislante. Tal vez ser pintor consista en aprender a sumergirse delante de un bastidor, bien desde un trampolín con respaldo, bien dando un paseo; no comprender otro estado que no sea el de encontrar en la pintura un agujero por donde tomar aire, un hueco situado en el mismo soporte en el que se empapa el artista a cuenta y riesgo. Alcolea sabía hacer suyo lo que tocaba, que tal vez sea más satisfactorio que convertirlo en oro; aquello que escribía: Pintura haciéndose el muerto, tiene gracia, gracias. (ABC, El Cultural)

domingo, 29 de junio de 2008

Cartografía de la danza


Una palabra tiene su representación en la boca de quien la pronuncia, pero si nada se articula, es el cuerpo entero el que funciona y representa: rostro y cuerpo son el mismo silencio en movimiento; el par de labios que lanzan significados abarcan una zona mayor cuando el sujeto calla.

La representación visual del movimiento es sencilla, basta trazar en el aire un círculo con la mano para que al instante se evapore. Se fue y no volverá el gesto. Para escribir el gesto de ese círculo de nada servirá dibujarlo, no hay medio para transcribir un movimiento. Cuando no se escriben las palabras, se diseñan líneas en otro mundo: la escritura. La imposibilidad de frenar el movimiento, de fijarlo a un soporte, se hace patente en los dibujos del coreólogo; sea gesto o palabra sordomuda, escribir una movilidad es dibujar una contradicción.
Así como un símbolo fonético remite a un movimiento facial de la boca, la notación danzaria está construida de abreviaturas, pequeños criptogramas que remiten al cuerpo. Las grafías significan un gesto o una serie marcada de movimientos, son los símbolos que subrayan la imposibilidad de escribir el ritmo, el movimiento en el aire, el tiempo. De ahí la dependencia para con la palabra escrita, dado que en la mayor parte de los sistemas de notación modernos, los matices son anotados por medios de palabras al borde de la partitura; el pictograma del cuerpo es un medio insuficiente para captar las calidades, aunque eficaz a la hora de mensurar las proporciones, el tiempo que dura un ejercicio, o la posición del cuerpo en el espacio. Los pictogramas son grafismos o esbozos que narran una historia, situados uno a continuación del otro, cuando la escritura se encontraba en estado embrionario; la etapa pictográfica fue a continuación de la oral y anterior a la ideográfica. El primer contacto con la escritura fue plástico, universal, pues las imágenes no se hacen en un idioma y son para el vidente.

Situando delante de un pictograma un documento en el que se encuentre una representación del cuerpo -como puede ser la de la notación Benesh- el cambio es brusco; en el segundo caso nada se entiende, no se percibe, no se ve el cuerpo. Una vez encriptado el referente, se llega al extremo de la cuerda, el punto críptico; hay que estudiar un lenguaje, conocer la gramática y la sintaxis de unos trazos en el papel. Por si fuera poco, es un lenguaje que sólo tiene un fin, el de traducir en forma imperecedera algo que ya se fue. Fijar lo efímero en su evanescerse. Es un medio de comunicación tan sólo si se entiende como medio de aprendizaje; el movimiento no se habla, por lo tanto, describirlo entraña un fuerte y extraño deseo.

La notación coreográfica intenta describir la posición del cuerpo en el espacio, sistema para retratar gráficamente el tiempo, el espacio y el movimiento de un bailarín. La historia de la notación es la de un alfabeto mediante el cual un lector pueda recrear (reproducir) los movimientos escritos, practicarlos o enseñarlos. Como defendía Rudolf von Laban: “Una literatura de la danza y el mimo en símbolos de movimiento es tan necesaria y deseable, como lo son los registros históricos escritos de poesía, y los musicales en notación musical”. El motivo por el cual comienzan a escribirse los movimientos de la danza es primero didáctico, poder aprender a bailar, y también para reproducir a cualquier altura de la historia una obra determinada. Auxiliar de la memoria y proactor del movimiento.

A propósito de la utilización de grafismos danzarios, Merce Cunningham reconocía que el sistema Laban y el Benesh eran los mejores sistemas de notación, argumentando en una entrevista que los bailarines -él incluido-, “no prestan atención a un símbolo, ven que alguien hace algo. Luego, algunos de ellos hacen eso, o a su manera, lo que también está bien, pero es una cuestión de ver donde está, y no de mirar para una cosa intermedia que represente algo más”. Los bailarines bailan, los coreógrafos tratan de atornillar lo que ocurrió ante sus ojos; unos atienden a lo que se mueve a su alrededor, otros registran el movimiento escénico en un soporte bidimensional.
En una composición para orquesta un paso importante es la traducción del pensamiento sonoro al su detención en papel; en el movimiento del cuerpo humano la necesidad de ambos momentos es diferente. Un baile no comienza en el papel, y tarda en llegar a imagen, a ser pensada, actividades sincrónicas en el caso del compositor musical en cuanto debe coordinar desde una partitura sinfónica una infinidad de líneas conjuntas. El músico piensa y ordena los sonidos al mismo tiempo; pero quien traduce al papel algo que no es pensado ni por él ni por el bailarín, cuando transcribe lo que ve y su desfiguración a lo largo del escenario, pierde la sincronía entre pensamiento y la escritura ¿Cómo escribir sin imágenes algo que sólo se ve, o que cinestésicamente se siente?
La Coreología trata sobre el análisis y la escritura del movimiento; la función del coreólogo es colaborar con el coreógrafo en el registro gráfico de las obras, danza y música, para que se conserven al vacío. Rudolf von Laban y la pareja formada por Joan y Rudolph Benesh fueron las personalidades más influyentes del s.XX. Más de doscientos ballets en Estados Unidos se encuentran registrados por el método Laban: cinco minutos de la actuación de un bailarín suponen dos jornadas completas de trabajo.

Laban construye una notación para estudiar el dominio del movimiento por medio de la escritura, de hecho en su método hablaba de grafías del esfuerzo; coreógrafo y padre de la teoría danzaria moderna, llamó Coréutica a su personal geometría del gesto. El objetivo consistía en proporcionarle al bailarín un entrenamiento de su cuerpo como elemento de expresión, adiestrarle en el conocimiento preciso del espacio que tiene para romper. Laban llamaba kinesfera al espacio que rodea a cada persona, un icosaedro en el que se encuentra inmerso y se mueve con él en cualquier dirección, desplazando el espacio general: todo aquel que no forma parte del poliedro o cristaloide, -como Laban le llamaba a los sólidos platónicos–. Afirma que el cuerpo humano no puede salir del espacio del icosaedro en el que virtualmente se encuentra encerrado; su cuerpo al fin y al cabo. La kinesfera es el espacio que el cuerpo alcanza y que el bailarín modela a cada paso, abriendo un hueco en el espacio general que de inmediato ocupará su icosaedro. Utilizaba un cinetograma -tres líneas paralelas verticales-, para organizar las direcciones de las partes del cuerpo dentro de la kinesfera; estos eran los dos elementos fundamentales de su Labatonación, o escritura Laban.

Él fue el primer escritor de movimiento que adoptó la pauta vertical, alejándose de la idea de que debería utilizarse un tipo de pentagrama musical; la lectura de los movimientos en su sistema se realizaba de abajo a arriba y utilizaba una doble barra arriba y abajo para indicar el principio y el final de la danza. El pentagrama vertical representa el cuerpo, según Laban, pues combina la imagen vertical que tenemos de nosotros mismos indicando la continuidad del movimiento. El objetivo de esta notación es el de todas las notaciones, sean musicales o de otro tipo: que su creación pueda reproducirse cuando el compositor desaparezca, cronografiar o cinematografiar los movimientos, crear un nuevo mapa del mundo.

Para conservar sin alteración las coreografías, Laban crea una tabla en la que a cada acción básica le corresponde un tiempo, una energía, un espacio, un flujo y un peso, y una tabla de ocho acciones básicas de esfuerzo: presionar, dar latigazos, dar puñetazos o arremeter, flotar o volar, retorcerse, dar toques ligeros, hendir el aire, deslizarse. Peso, tiempo, energía, espacio y flujo, serían a su vez los aspectos necesarios para la comprensión del esfuerzo. Fue un primer paso en la escritura moderna del movimiento dado que se advierte ya el modo en que las anotaciones de cantidad de espacio ocupado, suponen un problema menor que aquellas referentes a calidades de movimiento. La necesidad de expresiones y matices coloridos para la ejecución del gesto -como si se tratara de un movimiento sonoro: pizzicato, legato, allegro ma non troppo, retardando, molto piano-, es definitivamente necesaria. Las nociones de calidad, que en la prehistoria de la notación danzaria eran un factor complementario –Beauchamp, Feuillet, Thoinot Arbeau- adquieren su legítimo lugar frente a la presencia de la cantidad de movimiento, por fin.

El segundo sistema que reconocía Cunningham era el de la pareja de bailarines Joan y Rudolph Benesh, quienes crearon un sistema de escritura de carácter nemotécnico, con el objetivo de recordar su papel en una coreografía; escribían sus figuras en papel pautado, como pictogramas se deslizaban por el pentagrama cual cabeza y plica, volando de veras en el papel. La lectura de sus partituras es de izquierda a derecha y la colocación de las cinco líneas del pentagrama es idéntica a la musical. De la línea superior a la inferior, respectivamente, cada una marcaría una zona del cuerpo: la parte más alta de la cabeza, línea de hombros, cintura, rodillas y plano del suelo.

  • En clave de sol:
  • Fa la parte más alta de la cabeza
  • Re la línea de los hombros
  • Si cintura
  • Sol rodillas
  • Mi la línea de los pies al contacto con el suelo

Para Joan y Rudolph Benesh, las cinco líneas eran la base perfecta para representar la figura humana, “el problema fue la posterior adaptación al pentagrama musical, porque implicaría impresiones visuales”. Ellos dibujaban el cuerpo de espaldas, “El recorrido del movimiento que un bailarín deja en el suelo, es trazado como una línea de movimiento dibujada debajo de la línea del suelo, como si bailase en un espejo”, de modo que el cuerpo avanza en el pentagrama como los sonidos musicales en una pieza. La relación entre la coreología y la representación gráfica del sonido van de la mano; aunque no se trate de un caso tan evidente como el del sistema Benesh, las codificaciones y símbolos de un bailarín transcritos sobre un papel, tienen un ritmo que aproxima los dos tipos de partituras, a pesar de representar cuerpos distintos. Cada partitura musical o de movimiento es un ejemplo de lo que se podría llamar gramática del dibujo, cuyo referente se fue y ya no volverá; de algún modo, escribir sin palabras es devolver a la imagen al estado embrionario de los comienzos de la escritura, aquella capacidad plástica de comunicar mediante símbolos universales. Si no fuera porque las partituras del cuerpo humano o musical se encuentran encriptadas: como la definía Vilém Flusser “la imaginación es la capacidad de codificar fenómenos de cuatro dimensiones en símbolos planos y descodificar los mensajes así codificados”. La función del coreólogo no es otra que la de imaginar y desimaginar, lo visto que se fue, pero no del todo. El hombre que lee la partitura es el espacio del baile, la lectura el medio por el que los dibujos se mueven en otro espacio: el lector es el escenario. (Despalabro, 2008)

Soplar y sorber. Rubén Ramos balsa


13.5.08

Una instalación consiste en agrupar medios, soportes y objetos con la intención de manipular el espacio ocupado, reencaminando nuevos significados y emociones: Trabajo con el conocimiento sensible, el que entra por los sentidos. Sentir es la forma más alta de conocimiento. En el caso de Rubén Ramos Balsa, las instalaciones no demuestran –no hacen fuerza contra algo, no colisionan-, simplemente dejan caer las ideas, señalan el brillo de la coincidencia entre la representación y los mecanismos de figuración del tiempo, su sorpresa e inmovilidad. La ciencia obtiene confirmaciones de algo que ya está ahí. Es como si desplazara con el dedo unos milímetros las cuestiones que atañen a todas las personas y todo siguiera en el mismo lugar. Instalar, ¿quién instala a quien y dónde?

La ciencia sólo comparte la respuesta como el fin de un planteamiento causal. Rubén Ramos comparte la pregunta, convive con la duda, cada nuevo proyecto supone la superación de ciertos obstáculos; ahí es donde concentra su fuerza, en el combustible intuitivo y artístico. Su trabajo versa en torno al fenómeno de la contemplación como acto sensitivo, por medio de la intencionada simplicidad icónica de los elementos que alumbra, nuevos a la vez que antiguos. La bombilla en el techo, el vaso en una mesa, objetos no desubicados en los que introduce sistemas de proyección desde otro punto de vista: perfecta y limpia solidaridad entre técnica y pensamiento. Nam June Paik decía que la primera bombilla eléctrica fue la luna.

Su obra marca la posible eliminación del concepto de tiempo hipotético-deductivo, la atemporalidad en su trabajo nos devuelve a nuestro lugar. Esconde el truco, pero él nos habla del truco: Parece que llegas muy pronto o muy tarde al momento de la representación. El espectador no recibe sus piezas a primera vista, entre pasmado, cabizbajo y contento se lleva en la retina el roce de un conflicto.

- ¿Compartes algo en tus piezas? –le pregunto-
- Qué es el espacio

13.5.08

Bergson escribía en la Evolución creadora: “Toda acción humana tiene su punto de partida en una insatisfacción y, por ello mismo, en un sentimiento de ausencia. No actuaríamos si no nos propusiéramos un fin, y sólo buscamos una cosa porque sentimos su privación”. El sector de satisfacción del artista sufre una pequeña crisis; también el campo de la ingeniería. Desde hace décadas, vienen colaborando entre sí artistas de diferentes ámbitos, sonido, performance, pintura. Rubén Ramos Balsa se refresca con la inteligencia de su amigo el ingeniero industrial Oumar Haidara; tal vez este no sea el lugar donde debemos plantear el proyecto en el que llevan años peleando. Quien quiera saber, pregunte. Si pregunta, recuerde aquello que decía Bergson, a principios del siglo XX: “Lo que no es determinable no es representable”

En términos de energía –se pregunta Oumar-, ¿sabemos hacer algo más que explosiones? Rubén traslada al campo del arte las incógnitas por despejar que la ciencia desata. Las mismas preguntas que lanza la ciencia son las que emite el arte. Sus proyectos introducen el planteamiento científico, las dudas sobre la transformación de la energía o el comportamiento aleatorio del agua; deja reposar las obras en museos y espacios receptores del arte. La plataforma creativa es el campo de proyección ideal donde la ciencia puede manifestar sus incontestables. Hay algo que no sabemos y tenemos que compartir. Algo falla cuando volvemos a utilizar molinos de viento para crear electricidad. Persigue los secretos, la información que permanece oculta, porque aquello que no es analizable es discutible y no debe caer en manos de unos pocos. Lo que el físico no pueda abarcar, no quiere decir que no lo deba incluir, como inabarcable ¿Por qué las preguntas de los físicos no se comparten con la humanidad? Asumimos avances tecnológicos como resultados, no como formulaciones de un mismo estado de conocimiento de la realidad. En una performance realizada hace unos diez años en la facultad de Bellas Artes, Rubén permanecía durante unos minutos en un congelador. Al salir, el abrazo de los compañeros de clase le devolvía poco a poco el calor corporal necesario; tal vez sea posible decir que su trabajo ya alumbraba las mismas cuestiones sobre el contacto entre receptor y emisor, la necesaria presencia y participación del espectador. La transformación de la energía y su despliegue en el tiempo. ¿Cuál es el tramo de realidad que está tomando el arte? El tramo de representación donde la ciencia no consigue encajar los modelos, ¿Einstein o Newton?

A todas las personas les atañe la evolución del ser humano y su relación con el medio, el tiempo, los soportes, su forma, la representación de los nudos y las premisas con las que nos enfrentamos al gesto de apartar la manga de la camisa y observar nuestra muñeca. “La evolución –afirmaba Henri Bergson- es el continuo progreso del pasado que va comiéndose al futuro y va hinchándose al progresar”. Estamos en el mundo para compartirlo.

- ¿Qué es lo que no tienen en cuenta los físicos?
- La forma, no sabemos explicar la forma. Al final, no podemos introducirnos en los objetos”

Entiende el pensamiento científico como generador de otros modelos conocimiento: Al final la ciencia sólo demuestra lo demostrable, los elementos no resolvibles. La obra de arte es una confirmación que contiene aquello que no es posible descifrar. El minimalismo, por ejemplo, dice enigma, y dice misterio (palabras que sufren connotaciones peyorativas por una creencia absoluta en el conocimiento científico) sin pronunciarlo. La suya es una inteligencia analógica, manifiesta respuestas coherentes y formuladas casi siempre desde una perspectiva de la historia del arte a la que se le aporta el plus del “eros cuántico”, evidente en sus instalaciones. Su pensamiento se comporta desde la solidaridad más urgente: El cinematógrafo, la cámara fotográfica, nacieron como un medio, sin lenguaje. Tal vez sea el campo de la representación el que le devuelva cierto sentido al campo científico.

Puesta en escena híbrida, distante. Cuanto más nos acerquemos físicamente a sus piezas en una exposición, tanto más lejos nos encontraremos de su significado y de un posible simbolismo. Somos expulsados del lugar en el que nos quedamos quietos observando una araña o las suelas de unos zapatos bailando dentro de una bombilla; como receptores, Rubén Ramos nos coloca en una especie de aislamiento sensorio-motriz, donde no se oye ni se percibe el movimiento a nuestro alrededor. El artista lanza la siguiente pregunta: ¿La naturaleza es científica?

13.5.08

El máximo común múltiple de su trabajo consiste en el análisis comparativo entre la medición y el imaginario inamovible que hemos elaborado para definir el tiempo; relojes, pausas, intervalos en movimiento. “El tiempo no es un don Divino -decía Albert Einstein-, el tiempo es una invención del hombre, si algún problema nos causa, nuestra es la culpa”. El artista asume el compromiso en su posición de reproductor de enigmas: que no se oculte la duda. A su vez, no titubea: actúa, expone las incógnitas al proporcionarles el cuerpo de obra de arte. “O el tiempo es invención o no es absolutamente nada” -decía Bergson-: “El Universo dura”.

Intercambio, transmisión y puesta en escena es lo que debería definir el concepto de instalación. El artista reclama la combinación de conocimientos, metodologías y puntos de vista, al tiempo que inaugura en cada pieza la distancia entre tecnología y arte. La tecnología digital no arregla los productos, los cambia por otros. Conservar actualizados los productos, ese es el canon: que el tiempo no pase por su superficie. En su trabajo coagulan tecnología y huella; los últimos sistemas de proyección del mercado son ya el rastro del hombre, nuestra realidad. El reloj, pasa de ser un instrumento que mide el tiempo estimado a ser un instrumento de precisión. El tiempo digital se consume, es inmediato. Queremos llegar a la predefinición.

En Solaris, novela de Stanislaw Lem, se encuentra el siguiente monólogo exterior: “No pienso en dioses nacidos del candor de los seres humanos, sino en dioses de una imperfección fundamental, inmanente. Un dios limitado, falible, incapaz de prever las consecuencias de un acto, creador de fenómenos que provocan horror. Es un dios…enfermo, de una ambición superior a sus propias fuerzas, y él no lo sabe. Un dios que ha creado relojes, pero no el tiempo que ellos miden. Ha creado sistemas y mecanismos, con fines específicos, que han sido traicionados. Ha creado la eternidad, que sería la medida de un poder infinito, y que mide sólo una infinita derrota”

13.5.08

Las dos dimensiones nos redefinen a partir de lo que se encuentra cerca y lejos de nosotros. Con las tres dimensiones, es posible señalar el dentro/fuera, -insiste Rubén Ramos- ¿Por qué resulta sorprendente insistir en una obviedad? Tiene razón, algo falla.
En sus instalaciones predomina la horizontalidad, también en las fotografías que reproducen las instalaciones; la línea del horizonte, el mar, el reposo, la muerte. El eje vertical somos nosotros, la vida, el crecimiento, la inercia; lo que vence a esa fuerza es el espectador. Las obras de arte son documentos de cómo se sentía la realidad de ese tiempo. La obra de arte es cronológica, la vida es crónica, cada descubrimiento técnico se nos escurre en un instante de las manos. No se puede soplar y sorber, ¿o sí? (Dardo ed., 2008)

sábado, 14 de junio de 2008

Colecciones abiertas



















Del mismo modo que el comisario es artista cuando descarta ciertas obras que no formarán parte de su exposición, el coleccionista recrea en su hogar un punto de vista exclusivo, formando un grupo de piezas sueltas que sin él no se habrían reunido bajo el mismo techo. Se deleita en obras ajenas, las contempla. Neurótico, obsesivo, excéntrico, múltiples adjetivos se le achacan a este connoisseur del arte. El principio del placer inmediato se encuentra obturado por la propia pasión encerrada en su hogar, ansiedad, ilusión de dominio. Ahoga las obras en un entorno mágico; un coleccionista de azucarillos los desfuncionaliza, los ordena y clasifica siendo lo de menos el material que contienen. Pero el coleccionista de arte, ¿realmente extrae de la obra de arte su función primera?

Coleccionista es quien relaciona obras de arte y su personalidad parece construirse a partir de ellas, como Walter Benjamín apuntaba, “Dentro de él hay espíritus, o por lo menos pequeños genios, que se han encargado de que, para él –me refiero a un verdadero coleccionista, a un coleccionista como debe ser- la propiedad sea la relación más íntima que se pueda tener con los objetos. No es que cobren vida en él; es él quien vive en ellos” El propietario se refugia y anida en un fragmento de realidad insaciable y en perpetuo devenir, cada nueva pieza opera un cambio en la colección. Como quien riega su jardín, año tras año se continúa invirtiendo en ellas: seguros de robo, placer, valor, conservación, aventura…. Una vez adquirida la obra, el coleccionista mantiene vivo el proceso infinito que supone poseerla. Con una sinrazón esotérica, necesita encarnar la vida de obras cuya adquisición en ocasiones se cierra por medio de fotografías y teléfonos. Incluso, en la muestra organizada en Vigo, encontramos piezas que permanecían embaladas por las especiales características de montaje y que sus propios dueños no habían visto hasta hoy.

La última propuesta del MARCO expone una selección de 115 piezas que provienen de colecciones privadas de Galicia. El discurso de esta exposición parece un envite: admiren las colecciones privadas y observen los fondos públicos. El resto de las instituciones artísticas deben valorar que existen agentes con un fondo de obras de arte envidiables, por el criterio de valoración de los coleccionistas y por la pasión que demuestran hacia las imágenes adquiridas. En los salones y almacenes de esta gente habita, por lo visto, una clase de historia del arte desde la posmodernidad a nuestros días; Carlo Maria Mariani, Tracey Moffat, Thomas Ruff, Liam Gillick, Kippenberger. Obras nacionales e internacionales se dan cita gracias al trabajo que en la sombra realizan estas personalidades deseantes que componen la minoritaria sociedad de los coleccionistas de arte. Proyectan su vida en un ser inanimado.

Existe un conflicto entre lo que se esconde en el espacio privado y al mismo tiempo quiere mostrarse como propiedad; el público de las colecciones privadas parece ser el resto de coleccionistas, en una competencia de síndromes de Diógenes de alta cultura. Habitan el mundo del arte desde el aislamiento de su hogar, donde pueden admirar la obra que nadie degustará sin su permiso. Allí ordenan el rumbo de sus posesiones, las cambian de lugar, se sientan ante ellas con la actitud de un pintor a punto de arrimar su próxima pincelada al lienzo; pero la propiedad que más anhelan tal vez no tenga precio. Una especie de carrera solitaria entre ellos les hace perseguir una recompensa imaginaria, como Fausto confesaba: “¿Qué soy pues, si no es posible llegar a conseguir la copia de la humanidad, hacia la cual tienden con afán todos mis pensamientos?” No hay última entrega en la colección de obras de arte.

Los coleccionistas tal vez sean las personas que actualizan el gesto de pintar, de esculpir o cualquiera que sea la huella impresa por el artista en su obra; la mantienen viva. Recrearse en una obra de arte supone inyectarle ánimo, volver a jugar en ella, a nombrarla o en palabras de Fernando Castro Flórez, “los coleccionistas siguen buscando las obras que les devuelvan la mirada”. La pasión del coleccionista escapa a la razón práctica. El ardor que quisieran transmitir los profesores de arte en sus clases gana forma en ellos, basta oírlos hablar para comprender que su pasión por el arte es de otra naturaleza, distinta a la formulación de un crítico y a las estrategias del artista. El coleccionista tal vez sea quien menos juzgue la obra de arte, pues piensa desde ella; las preguntas sobre el cómo y el porqué del arte contemporáneo son mínimas, no entran en el debate, compran, como una apuesta entusiasmada. La colección se torna en una particular reconstrucción personal de la historia del arte, en la que el hilo conductor no es temporal, sino el criterio de quien las reúne. Al apropiarse de una obra de arte la dotan de una función nueva, la de objeto -más que nunca- de deseo: intocable pero sin embargo intercambiable al proponerla en esta exhibición pública a la mirada de otros. (ABC, El Cultural)

sábado, 31 de mayo de 2008

El muro que mira al atlántico



En la imagen de un búnker se encuentran todos los adversarios. Antes de enfocarlos como fósiles arquitectónicos integrados en la línea costera, ha de verse que la huella histórica de estos puntos de apoyo aislados, inmortaliza una espera saturada de enemigos. Imágenes sin torsiones de la guerra, faltas de mímica y hendiduras bélicas; el búnker pudiera parecer un cíclope de hormigón que se sienta a esperar y observa. “Para el hombre de guerra la función del arma es la función del ojo”, advertía Paul Virilio. El revés de la afirmación de Virilio significa a la cámara como arma de guerra. El acto de fotografiar lo llevaría a cabo el habitante del búnker, encerrado en el mirador o lente de visión que le dicta las imágenes que ocurren al otro lado. En su interior, todo el espacio es un fuera de campo. La línea que delimita el dentro-fuera del espacio acotado por el búnker es invisible, como aquella frontera perceptiva que asume el fotógrafo al apoyar el ojo en el visor de su instrumento. El hombre búnker también quiere capturar el instante; no es un farero que protege a los extraños, les denuncia de inmediato.

Son construcciones legítimas de la guerra, la síntesis formal del muro protector que vela por la exclusión del enemigo; en sus antípodas pensamos en los opuestos: el faro, la atalaya. Lugares visibles e inofensivos que desde lo alto emiten señales a los habitantes del mar para asegurar su llegada a tierra. En la actualidad se conservan más de 15.000 búnkeres desperdigados por las playas de Francia, Holanda, Dinamarca y Noruega, puntuando la costa atlántica como frente de batalla. La Fundación Luis Seoane es la encargada de rememorar algunas de las fortalezas construidas entre 1941 y 1944, cuyo cometido era el de vigilar el mar y defender tierras europeas durante la segunda guerra mundial. Atlantic wall consiste en una barrera continua de parajes aislados que redefinen y separan el lugar amigo del terreno adverso; también la situación de sus habitantes: a salvo o en peligro inminente. La línea del horizonte era la puerta del enemigo.

Las imágenes fueron el resultado de la travesía realizada por María Fernández y el arquitecto José Froján; consisten en vistas tomadas desde la playa, el campo o los caminos que conducen a la construcción; como si su cámara no fuese su punto de vista, parece que un búnker fotografiara a otro. Recuerdan a las creaciones de Le Corbusier -como Villa Saboya-, y a los paisajes habitados por hombres desprotegidos de Caspar David Friedrich. Estos viajeros azarosos que fueron destapando la costa europea, fotografían los elementos ubicados en un entorno, nosotros sabemos que estos refugios son construcciones creadoras de paisaje para quien los habita. Búnkeres, ostras que no guardaron perlas sino hombres que se comunicaban por radio y radar. Se trata del hombre búnker que vivía esa “experiencia interior” a la que se refería Ernest Jünger: una persona encerrada, provocadora de pensamientos e imágenes reconstruidas desde estos submarinos de tierra, barcos de guerra encallados.

Son lugares que lindan con la tierra, donde el contacto con ella es auditivo; el búnker esconde a un hombre separado y protegido cuyo contacto con el medio era audio-visual. Además de un edificio camaleónico para mirar lo que se avecina, sirve de endoscopio, a modo de utensilio introducido en el cuerpo para observar su funcionamiento. De este modo el hombre búnker se encierra en un lugar desde donde vigila y se transforma en una estancia que le observa.

Debe resultar inquietante enfocar y capturar un búnker de frente; nos referimos a aquellas imágenes de la muestra en las que el fotógrafo se sitúa en el punto de mira del edificio. Estos tanques inmóviles parecen fotografiar al dueño de la cámara, apuntarnos, radiografiar a quien les presta atención: como espectadores, en la muestra nos reconocemos enemigos para las fotografías. Estamos en el punto de mira de un doble disparo, lanzado por el hombre búnker y por el fotógrafo, quien nos coloca en la tesitura de objetivo a la vista. Es distinto fotografiarlo que observar su reproducción: el búnker es quien mira y encuentra a su adversario, la cámara intimida al receptor de la imagen.

Fernando R. de la Flor señala en el catálogo “estos testimonios melancólicos elaboran un duelo. No consienten la tendencia a olvidar tribulaciones pasadas. Su visión induce el modo en que se orquesta una elegía”. Estas cabañas macizas, insonorizadas como un estudio de grabación, representan un espacio sediento y saciado de alerta. Un frente de atención camuflado, vigilante de la costa occidental, preparado, listo para dar la noticia de una amenaza próxima. Si por un lado el hombre búnker aguarda la visión del enemigo, desconoce el fuera de campo, su alrededor no le pertenece. Porque los tanques están tierra adentro y su objetivo es móvil, giran sobre sí mismos, incluyen un sistema de visión múltiple que permite a los ocupantes abarcar el horizonte incierto del territorio enemigo. Esta es una diferencia con respecto al búnker, hierático, sin parte de atrás. Todo el que acecha sabe que es necesario cubrirse las espaldas. (ABC, El Cultural)

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