Del mismo modo que el comisario es artista cuando descarta ciertas obras que no formarán parte de su exposición, el coleccionista recrea en su hogar un punto de vista exclusivo, formando un grupo de piezas sueltas que sin él no se habrían reunido bajo el mismo techo. Se deleita en obras ajenas, las contempla. Neurótico, obsesivo, excéntrico, múltiples adjetivos se le achacan a este connoisseur del arte. El principio del placer inmediato se encuentra obturado por la propia pasión encerrada en su hogar, ansiedad, ilusión de dominio. Ahoga las obras en un entorno mágico; un coleccionista de azucarillos los desfuncionaliza, los ordena y clasifica siendo lo de menos el material que contienen. Pero el coleccionista de arte, ¿realmente extrae de la obra de arte su función primera?
Coleccionista es quien relaciona obras de arte y su personalidad parece construirse a partir de ellas, como Walter Benjamín apuntaba, “Dentro de él hay espíritus, o por lo menos pequeños genios, que se han encargado de que, para él –me refiero a un verdadero coleccionista, a un coleccionista como debe ser- la propiedad sea la relación más íntima que se pueda tener con los objetos. No es que cobren vida en él; es él quien vive en ellos” El propietario se refugia y anida en un fragmento de realidad insaciable y en perpetuo devenir, cada nueva pieza opera un cambio en la colección. Como quien riega su jardín, año tras año se continúa invirtiendo en ellas: seguros de robo, placer, valor, conservación, aventura…. Una vez adquirida la obra, el coleccionista mantiene vivo el proceso infinito que supone poseerla. Con una sinrazón esotérica, necesita encarnar la vida de obras cuya adquisición en ocasiones se cierra por medio de fotografías y teléfonos. Incluso, en la muestra organizada en Vigo, encontramos piezas que permanecían embaladas por las especiales características de montaje y que sus propios dueños no habían visto hasta hoy.
La última propuesta del MARCO expone una selección de 115 piezas que provienen de colecciones privadas de Galicia. El discurso de esta exposición parece un envite: admiren las colecciones privadas y observen los fondos públicos. El resto de las instituciones artísticas deben valorar que existen agentes con un fondo de obras de arte envidiables, por el criterio de valoración de los coleccionistas y por la pasión que demuestran hacia las imágenes adquiridas. En los salones y almacenes de esta gente habita, por lo visto, una clase de historia del arte desde la posmodernidad a nuestros días; Carlo Maria Mariani, Tracey Moffat, Thomas Ruff, Liam Gillick, Kippenberger. Obras nacionales e internacionales se dan cita gracias al trabajo que en la sombra realizan estas personalidades deseantes que componen la minoritaria sociedad de los coleccionistas de arte. Proyectan su vida en un ser inanimado.
Existe un conflicto entre lo que se esconde en el espacio privado y al mismo tiempo quiere mostrarse como propiedad; el público de las colecciones privadas parece ser el resto de coleccionistas, en una competencia de síndromes de Diógenes de alta cultura. Habitan el mundo del arte desde el aislamiento de su hogar, donde pueden admirar la obra que nadie degustará sin su permiso. Allí ordenan el rumbo de sus posesiones, las cambian de lugar, se sientan ante ellas con la actitud de un pintor a punto de arrimar su próxima pincelada al lienzo; pero la propiedad que más anhelan tal vez no tenga precio. Una especie de carrera solitaria entre ellos les hace perseguir una recompensa imaginaria, como Fausto confesaba: “¿Qué soy pues, si no es posible llegar a conseguir la copia de la humanidad, hacia la cual tienden con afán todos mis pensamientos?” No hay última entrega en la colección de obras de arte.
Los coleccionistas tal vez sean las personas que actualizan el gesto de pintar, de esculpir o cualquiera que sea la huella impresa por el artista en su obra; la mantienen viva. Recrearse en una obra de arte supone inyectarle ánimo, volver a jugar en ella, a nombrarla o en palabras de Fernando Castro Flórez, “los coleccionistas siguen buscando las obras que les devuelvan la mirada”. La pasión del coleccionista escapa a la razón práctica. El ardor que quisieran transmitir los profesores de arte en sus clases gana forma en ellos, basta oírlos hablar para comprender que su pasión por el arte es de otra naturaleza, distinta a la formulación de un crítico y a las estrategias del artista. El coleccionista tal vez sea quien menos juzgue la obra de arte, pues piensa desde ella; las preguntas sobre el cómo y el porqué del arte contemporáneo son mínimas, no entran en el debate, compran, como una apuesta entusiasmada. La colección se torna en una particular reconstrucción personal de la historia del arte, en la que el hilo conductor no es temporal, sino el criterio de quien las reúne. Al apropiarse de una obra de arte la dotan de una función nueva, la de objeto -más que nunca- de deseo: intocable pero sin embargo intercambiable al proponerla en esta exhibición pública a la mirada de otros. (ABC, El Cultural)
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