viernes, 25 de julio de 2008

Paul Strand: fotogenia





Orfeo perseguía la imagen de la persona que caminaba tras él, como un fotógrafo, despierto y en medio de dos imágenes homónimas. Tal vez debiera atenderse a este personaje mitológico como si fuera una cámara fotográfica caminante, en busca de la expresión para él insustituible. Así, dos posiciones parecen las correctas, pues quienes no están detrás de la cámara, van delante.
Captar la imagen real, aunque no sea ideal, fue la característica más sobresaliente de Paul Strand (New York, 1890-1976). Lo primero que le interesaba era el hombre, tema retomado de continuo a lo largo de su trayectoria. Quería evitar toda sobreexposición gestual, por ello utilizó lo que llamaba “cámara cándida”, un objetivo falso en el lateral de la Réflex para desorientar a la persona que deseaba representar. Una larga retahíla de expresiones capturadas por un objetivo indiscreto -Blind Woman es un ejemplo de ello- demuestran la preferencia de Strand por la expresión del cuerpo. Cuando Orfeo gira la cabeza o el fotógrafo aprieta el disparador, ha conseguido el negativo impreso y la caza de la imagen llega a su fin; la vida se detiene al chasquido mortal del cierre de cortinillas, y Eurídice se esfuma.
Además de esos retratos furtivos, en la primera retrospectiva de uno de los artistas que reenfocaron el mundo de la fotografía a principios del s. XX, nos encontramos con modelos que posan para él, en Manhattan, México, Europa o África; mujeres selladas por el trabajo, hombres quietos que revelan largas y duras faenas diarias. Su trabajo fue un reportaje de “fisonomías sociales”, como él gustaba llamarlas, trabajadores que sólo con su cuerpo dicen la función desempeñada durante una vida. Años más tarde se hablará de “retrato psicológico”, una magia sobreexpuesta en la mirada del modelo, por parte de quienes elaboran un discurso sobre el dueño de esos ojos. Sicologizamos los retratos, las imágenes del desierto, los edificios y las plantas. Ante la obra de Strand, cabe la posibilidad de asombro, y después la del ridículo, porque nos cuesta demasiado trabajo dejar de leer las imágenes.
Paul Strand, –como apunta el comisario y escritor Rafael Llano en su reciente “En el principio fue Manhattan- se anticipó al neorrealismo italiano con los filmes Native Land (1942) o Redes (1934), al fijar la pobreza y cruda miseria que la Gran depresión de América o las secuelas que la Segunda Guerra Mundial dejaron en los rostros de la gente anónima. Campesinos y hombres tuerca de esos “Tiempos modernos”, papeles en blanco donde la repetición de los mismos gestos deforma al niño que juega hasta convertirlo en máquina y huella del esfuerzo por sobrevivir.
Lo que ocurre en los retratos de Strand es que hace un siglo -aunque los sujetos fotografiados estuvieran posando-, aquellos hombres no poseían un conocimiento extenso de su imagen impresa en álbumes, o manojos de carpetas digitales, como en la actualidad. Hoy la naturalidad prohíbe cualquier pose; a comienzos del s. XX la fotogenia todavía no era una religión, porque los rostros no estaban tostados por la cámara. Algunos de los retratos de trabajadores de Paul Strand tienen otra capacidad de sugestión, parecida al optimismo de un hombre que compra una parcela, y observa la tierra por labrar; otros reproducen la amargura contraria.
Cuando el lenguaje fotográfico bostezaba en la decadencia pictorialista, un joven Strand fijaba su trípode en paisajes, costumbres, cuerpos, objetos, situaciones y lugares con los que redefinir objetivamente el arte de la fotografía. Como Walt Whitman escribía en Hojas de hierba: “El mayor de los poetas tiene menos un estilo marcado y es más el canal de pensamientos y cosas sin aumento ni disminución, y es el canal libre de sí mismo”. El cuerpo del hombre sin aumento ni disminución, sin lente ni cartón piedra.
Todavía nosotros, fotogénicos al máximo, descubrimos vida en cualquier obra de Strand. Estas imágenes paralizaron algo más, la inconsciencia del motivo o la panorámica. Uno tiene la impresión de que fue la primera vez que las plantas o los edificios fueron capturados, como si el objetivo de la cámara hubiera asustado a la imagen representada. Rezuma suavidad en el disparador; tanto en los retratos con la “cámara cándida”, como en los directos, oportunidad y la realidad se funden. Las caras y las expresiones no pierden aquello que Strand quería mostrar como en un espejo: las personas mismas. Paul Strand camina tras las expresiones faciales, ninguna en particular es más querida que otra; el requisito es que el modelo presente una hendidura en el cuerpo, la marca en la piel del paso del tiempo. Sus composiciones son naturalezas muertas rellenas de energía.
Algo del miedo que debió sentir Orfeo debiera constituir el aprendizaje básico del fotógrafo: si vuelves la vista la perderás, debes mirar el presente a la cara. De nuevo Whitman: “No permitiré que nada se interponga, ni siquiera los más ricos cortinajes (…): estaréis a mi lado y miraréis el espejo conmigo”. Aquí Orfeo y su precipicio, su herencia: os mostraré los frutos que también se pudren. (ABC, El Cultural)

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