domingo, 29 de enero de 2012

Vuelta atrás



Hace setenta años la exposición de Amaya González Reyes (Sanxenxo, Pontevedra, 1979) hubiera resultado de rabiosa actualidad. Tras un visionado global, las obras parecen bocetos inocentes de planteamientos y debates que fueron expuestos y rematados durante el s. XX. Con lo cual, tal vez estemos ante un caso de anacronismo conceptual, de verdadera pérdida del sentido de la creación de obras de arte. Observemos algunos de los títulos inflados con juegos de palabras entre paréntesis; el de la muestra, Entrar en la obra. Perder(se) en ella, o el de la serie de fotografías, Asalto (est)ético.
Amaya González describe así su actual trabajo en el MARCO: “Una exposición cuyo centro es la lucha entre el sentir y el pensar, el querer y el deber, indagando en lo que creo que se quedó por el camino. Un lugar donde los caminos se cruzan y se reformulan, y un enorme nudo donde se confunden las extensiones: el yo, el deseo, la necesidad, el capricho, el valor, el azar, el tiempo, la presencia, la apariencia, la satisfacción” El conjunto de obras, y el de intenciones, se reúnen además bajo la idea y el sentimiento original de pérdida.
Mitosis es el nombre de una escultura en la que se alude, según Amaya González, a la dualidad entre pensamiento y emoción; todo ello a través de la elaboración personal de dos nudos de cuerdas negras situado sobre una peana, con forma de cerebro o de corazón. La obra Jardín está compuesta por miles de abalorios también cosidos por ella, que dibujan en el suelo un laberinto. Las fotografías de la serie Asalto (est)ético reflejan su rostro cubierto con medias de distinto calado. Una gran jaula con una bombilla colgada en su parte interior, al parecer nos habla de ideas como la utopía y el poder. Tender la red (trampa escultórica), es el título de una gran malla metálica suspendida del techo a modo de carpa circense. El video Vivencias de una urraca (un ensayo sobre el exceso y el lujo), aparece proyectado frente a una silla vacía, desde la cual podemos observar el diálogo visual de la protagonista con un supuesto alter ego. Desde una cierta voluntad estética definida en la exposición, hasta la serie de propósitos que se quieren alcanzar a través de las obras, nos encontramos perdidos. Bravo, si éste era el propósito escondido.
En el s. XX, desde Bourgeois, Meret Oppenheim a Joana Vasconcelos, encontramos mujeres con un trabajo de rabiosa feminidad, como si existiera una saga del cariño manufacturado. El trabajo de Amaya González Reyes parece el recuerdo de una etapa ya alcanzada tiempo atrás. Hoy en día, el hecho de continuar vigente el mismo quehacer, curiosamente tiñe la exposición de un aire conservador; no por la explícita labor artesanal, sino por el diseño de la bisutería.
Algunos de los rasgos que nos llevan a pensar en la posición retroactiva de la muestra son: el uso de la paciencia en unas obras (labores), la actitud de la artista disfrazada para la cámara en otras (fotos, video), la pretendida fuerza escultórica del espacio vacío (jaula, laberinto), y por último la presencia de un objeto poético: la carretilla cubierta de terciopelo negro que lleva por título Sin título.
Las siguientes palabras de la artista, propias del período de entreguerras, se refieren a la actual exposición que reúne sus últimos trabajos del 2011: “Me auto(rre)trato, con efecto fetiche, para un plan de ejecución que toma por asalto el sistema artístico y, por tanto, al espectador”. Qué será el efecto fetiche, dónde estará el plan de ejecución, el asalto al sistema artístico y el asalto al espectador. Cuántas veces se confunde el significado de obra abierta con el de obra vacía, o con el de “no-obra”.
Para que las obsesiones de un artista entren a formar parte del entramado artístico, han de mantener un vigoroso grado de interés para el arte, por un lado, y para la historia del arte, por el otro; como pudiera ser la grasa y el fieltro de Joseph Beuys, o el vestido de filetes de Jana Stebak. Wittgenstein decía que la idea de un submundo, de algo inconsciente, escondido y misterioso, poseía un encanto arrollador y que estamos dispuestos a creer un montón de cosas porque son misteriosas. De acuerdo: pero la condición indispensable es que sean misteriosas. (ABC, El Cultural)

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