Gerhard Richter, Cage 4 2006
Al salir de la retrospectiva de Gerhard Richter (Dresde, 1933), uno tiene la sensación de que el pintor alemán tenía entradas para la función de la tarde, una tragedia clásica donde estábamos todos, y ha pasado de largo, no ha querido entrar en el teatro. Sin embargo, ha asistido a la representación, dejándola sin argumentos, lejos, en su estudio. Oír, pensar, y pintar así.
Lo que descubrimos en la trayectoria de Richter, coincide con aquello que el artista piensa y valora sobre el arte, los artistas y su propia obra: su aversión hacia las posturas cínicas dentro del arte, la crítica severa a la elegancia como un virus dentro del criterio artístico. Y el rechazo radical de uno de los adjetivos que excluyen definitivamente a una obra del mundo del arte: “Las pinturas interesantes no son buenas”.
Una mezcla de imaginación, esfuerzo y antigua inocencia se aclara a medida que el espectador viaja por las salas del museo. La nitidez de las imágenes, las narraciones vacías de su pintura, el grácil acoplamiento de los motivos a la superficie pintada. Los metros que recorremos para ver las pinturas no se corresponden con la distancia real de la puerta de entrada a la de salida. Hemos entrado en un reportaje íntimo documentado con pinturas, y nos encaramos con un grado de automotivación tan elevado, que la invitación de Panorama es directa: aceptar que no podemos entender las imágenes, y que no las podemos cambiar.
Las obras en exposición, dejan al descubierto la capacidad de Richter a la hora de manipular oportunidades físicas e intelectuales; no hay alteración ilusionista de las superficies en ninguna de las catorce salas. Gerhard Richter mide y pausa la intuición, el azar y la autocrítica que conforman su pincel. Nicholas Serota le pregunta qué ha aprendido de Mondrian, Richter calcula su respuesta: “Unas buenas proporciones. Una buena idea… y la valiente decisión de hacer algo así. Una especie de perfección. En sus pinturas buenas… no hay una sola idea tonta. En comparación con pinturas no tan buenas, donde siempre puedes ver la inteligencia con la que han sido concebidas, la creatividad, lo sorprendente y lo interesante de la combinación. No encontrarás eso en Mondrian; es como un secreto, y lo admiro por ello”. Contra la elegancia, el cinismo y la cualidad de “interesante”, se levantan 50 años de imágenes. Sirva a muchos, el modo en que Richter pliega su sistema de valores sobre su obra.
El acercamiento a cincuenta años de trabajo de Gerhard Richter, quedaría anulado si hablásemos de la obra abstracta y de la obra realista por separado. Si relacionamos sus paisajes de escenarios silenciosos con la pintura abstracta y sus retratos de familiares o víctimas de cualquier agravio, con su obra figurativa, las miradas viajan de un lienzo para introducirse en otro. Su hija Betty (1988), contiene unas amplias vistas; Youth portrait (1988), alumbra otro campo distinto. Algunas pinturas abstractas de los años 90, reúnen los requisitos de un rostro, y la función del comisariado ha sido ocuparse de que las miradas se crucen una y otra vez a lo largo del recorrido. La abstracción, en el caso de Gerhard Richter, posee la exactitud de un detalle fotográfico a gran escala, o el acabado de un retrato realista. Las pinturas tomadas del álbum familiar, las víctimas extraídas de fotografías de periódico, las vistas del campo o las vanitas de la década de los años 80, están entretenidas en su propia apariencia, como a punto de tomar una decisión y cambiar de lugar. Figuración y abstracción parecen cambios climáticos de un mismo fenómeno que recibe el nombre de “óleo sobre lienzo”. “¿Has visto la abstracción como un desafío?” –le pregunta N. Serota- “Si, algo que no me dejaría en paz”
Si es cierto que sólo lo difícil resulta estimulante, su batalla parece librarse en distancias alternas. Una fotografía del catálogo muestra a Richter en su taller de Colonia en 1980, en actitud de dar la entrada a los músicos, tocando el lienzo con un pincel colocado en el extremo de un palo cualquiera. Por otro lado, los grandes barridos de pintura exigen una fuerte y cercana impresión contra el lienzo. Siempre hay un espacio entre los objetos, los sujetos, la pincelada y el pintor. Las construcciones de vidrio y espejo que viene desarrollando desde los años 60, parecen la síntesis de su obra pictórica; el temblor de la figura humana al pasar por delante de los paneles de cristal, la constante movilidad de nuestro punto de vista y de nuestro cuerpo, plantean la duda de un niño ante su reflejo: ¿dónde estoy? El desenfoque es otra realidad nítida. (ABC, El Cultural)