Ocurre con Carlos Alcolea (1949-1992) como con alguno de los poetas de la generación del 27, los suyos eran y son poemas que traslucen poetas -que no escritores de versos-, se implicaban de una manera tal que los versos no estaban aislados, señalaban al hombre, a una imagen dolorosa de España deseada y reinterpretada de continuo. La figura de Alcolea está para siempre cubierta de cariño y de ausencia presente por parte de conocidos y desconocidos.
Apasionado por Tiziano, las piscinas, David Hockney, Marx o la filatelia, algo de ternura en el pincel quedó a la vista en sus telas y cartulinas. Siempre aprendiz y amante de la pintura, parecía saber que el mismo medio era sencillamente prescindible e importante. Sus lienzos no eran un envés ni una estocada; como Alcolea escribía bajo el título Poco tiempo lleva tardar tanto: “La línea no se traza, borra su sentido, es capaz de desaparecer a la más mínima señal de alarma. No limita el vacío ni lo rellena. Su grosor forma parte de la irritabilidad del ojo. No hay mecánica acertada ni sensaciones, sólo un pulso constante”. En sus apuntes sobre la pintura, el agua y la muerte diaria -con su diaria reconquista-, translucen las notas de Duchamp, como carta fraternal hacia su pensar y su fiel pasión por el entretenimiento del espacio de la pintura, como quien tira piedras al río para conseguir que salten sobre la superficie.
No hay motivo, grafismo o pregunta que resulte tópica si es lanzada desde un pincel febril o excitante. El proceso de creación, si es autoreflexivo, se fija al soporte y la tela es ya una fotografía de pensamientos. Carlos Alcolea se alejará de la corriente informalista para integrarse en aquel episodio de finales de los años setenta que dio en llamarse Nueva Figuración Madrileña. El recordatorio que acoge la ciudad de Ferrol a este artista -que fue sin saberlo Premio nacional de Bellas Artes en 1992-, exhibe 43 piezas realizadas entre 1972 y 1992. Encontramos obras conocidas como el Moebius y su amigo, Las gafas, o Alicia en el Pais de las maravillas o Alicia a través del espejo, realizadas entre 1975-79. Hablamos de un pintor que sólo ha elaborado 20 exposiciones a lo largo de su carrera, todas en territorio nacional, sin descuidar el marco socio-cultural en el que se hallaba inmerso, -véase la producción de 1992, año en el que se cuentan como 26 las víctimas del terrorismo-: El arcipreste de Eta o Grupo de católicos mirando como baila el papa. De un cuadro a medio camino entre el informalismo y la figuración, un niño diría que es una trastada. Es posible que a Carlos Alcolea no le molestase este niño.
“Criar pintura, en vez de polvo”, recordaba Ángel González escribiendo sobre su amigo; en parte, criar obras de arte consiste en ingerir alimento en las bocas ajenas, proporcionar calma desde un sentimiento de altruismo infinito. Criar, creer y crear se dan cita en la obra de Carlos Alcolea, recordemos el título de su publicación en 1980: Aprender a Nadar. Piscinas, duchas, cisternas, bilis, fijense cómo el pintor deja que sea la técnica húmeda la que dice agua antes de que el ojo vivo del espectador reconozca que una mancha azul lo es; desciende, salpica y gotea como generadora de vida o forma.
El cuadro de Los borrachos dice alcohol, Las gafas, humor vítreo, Lágrimas de cocodrilo. Emborronamientos y perfiles definidos, degradados y fundidos los colores, las formas de los corazones, las mujeres o los elementos elegidos, aparecen como el café vertido sobre una alfombra, manchas retocadas que designan su figuración líquida. Aparece un orden en su trabajo y viene impuesto por la personalidad de la técnica al agua; el charco en el que se descubre una forma conocida, trazos diluidos.
Ángel González señalaba: “Pintar no le parecía a Carlos la mejor manera de desahogarse; la pintura –le oí decir alguna vez- suele atragantarse”. Resulta curiosa esta afirmación de Alcolea porque a veces pintar no es un acto fluido, se atasca igual que las cañerías o los huesos de las aceitunas. Acrílico para el atragantado y una advertencia al descubierto: no deshidratarse los pintores.
Pintar y ahogarse: si uno se ahoga a duras penas es posible desahogarse, efectivamente, no hay vuelta atrás. Si uno es pintor –que no hacedor de cuadros- de algún modo se encuentra inmerso en otro mundo, sumergido en relaciones que sólo encuentran sentido en ese ahogamiento voluntario. La pintura como experiencia de inundación y bienvenida catástrofe, es al tiempo un flotador y un aislante. Tal vez ser pintor consista en aprender a sumergirse delante de un bastidor, bien desde un trampolín con respaldo, bien dando un paseo; no comprender otro estado que no sea el de encontrar en la pintura un agujero por donde tomar aire, un hueco situado en el mismo soporte en el que se empapa el artista a cuenta y riesgo. Alcolea sabía hacer suyo lo que tocaba, que tal vez sea más satisfactorio que convertirlo en oro; aquello que escribía: Pintura haciéndose el muerto, tiene gracia, gracias. (ABC, El Cultural)