jueves, 1 de octubre de 2009

Irreversible. Doble cara de la colección Sánchez-Ubiría



El músculo duerme
“Ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer a una resistencia, ha dejado de partir de una semejanza y de una imagen”
José Lezama Lima.
Habría que comenzar pensando en la diferencia de pasear por la exposición iluminada o a oscuras. Si en un “remake” de corte surrealista recorriéramos las salas pertrechados con una linterna, irían apareciendo las imágenes enmarcadas por el círculo de luz que las descubriría a nuestro paso. Saldrían de la oscuridad las obras, una a una; Katharina Grosse, los dibujos de Marcel Dzama, Miquel Mont o las fotografías de Boris Mijhailov. Nos asustaríamos tal vez ante el autoretrato con metralleta de Robert Mappelthorpe, con el video de Bruce Nauman construyendo una valla en tierra de nadie en el video “Setting a good corner (Allegory & Metaphor)”, o ante la instalación de Abigail Lane donde alguien disfrazado de oso panda toca la trompeta. Pero como las exposiciones se ven iluminadas no hay miedo. De día y a plena luz, en la exposición duerme un recelo, una intriga. Nos encontramos ante una selección de obras que resulta necesario pensar también en las horas más oscuras. Como en el sueño de un niño, pudiera ser que por la noche empezaran a bailar los hombres y mujeres que componen la exposición. Como si los personajes de Fernando Renes fueran a visitar a las mujeres de Boris Mijailhov, los comensales de Hans Op de Beeck acudieran al teatro con los actores del video de Matthias Müller, John Coplans se diera la vuelta o Helena Almeida abriera sus puños apretados. Existe una continencia o tensión en las obras, en contraste con la otra faz de la exposición, las presumidas y serenas piezas de Miquel Mont, los gestos enfatizados de Pia Fries, el silencio claustral de Susana Solano o el africano dormido en cada pieza de Richard Deacon.
Si paseáramos a oscuras, como lo estamos haciendo ahora desde la escritura y su recuerdo, vacilaríamos entre no caernos y alumbrar la siguiente pieza. Desalojando la exposición inaugurada sobre las ocho de la tarde de un día de Septiembre, salimos del recinto con la impresión de que algo o alguien se ha quedado dentro. Ahora al escribir, podemos recomponer lo que allí ocurriría sin espectadores y a oscuras, caminar entre el paisaje, con los focos apagados, mirando las obras y nuestros pies de manera intermitente para no tropezar con la escultura pintada de Jessica Stockholder o enredarnos con los hilos blancos de la maqueta proyectada en la pared de Carlos Garaikoa. Al poner en marcha nuestro recuerdo de la muestra, cerrada durante la noche, nos acordamos lejanamente de Caravaggio pues parece como si el conjunto estuviera coordinado para ser apreciado en penumbra, desbordando los claros del oscuro parduzco vital. Como si las obras fueran creadas por los artistas para ser vistas con una luz tenue, en solitario o en selecta compañía, y diese la coincidencia espacio temporal de reunirlas en una exposición a la que no tendremos acceso nocturno.
La idea viene provocada porque al pasear entre ellas nos balanceamos de un lado a otro con la sensación de estar de más en el espectáculo que las obras de arte protagonizan, ya que la propia distribución de las salas se sostiene sin espectadores que acudan a visitarlas. Ellas están arriba en el escenario y nosotros en el patio de butacas viendo como dialogan y se comunican sus mensajes improvisados. Extravagantes, salen de fiesta cuando están a solas; un respeto macerado de cada obra hacia el resto genera una diversión callada de manera independiente a la presencia de espectadores. Durante el día, la noche convive con la colección Sánchez-Ubiría, dormida y despierta. La piezas iluminadas guardan su juego al escondite, mastican un secreto, como un vocablo impronunciable en un espacio público. La colección se mueve entre sujetos y gestos sin sujeto; protagonistas evidentes con cuerpo y mirada que rompe la cuarta pared, y obras sin tema, como escribía Bataille recordando la advertencia de Malraux acerca de Manet: “Suprimir el tema, destruirlo, es el acto de la pintura moderna, pues no se trata exactamente de una ausencia: más o menos cada cuadro mantiene un tema, un título, pero ese tema, ese título son insignificantes, se reducen a mero pretexto de la pintura”. Tenemos una primera doble cara, la dormida y la despierta, y una segunda donde la colección se redibuja entre obras que llamaremos de texto y obras de pretexto. Texto: Marcel Dzama, Boris Mikhailov, Atelier Van Lieshout, Filipa César, Abigail Lane… Pretexto: Richard Deacon, Susana Solano, Helmut Dorner, Pia Fries, Katharina Grosse, Fabio Kacero, Adrien Schiess… En las obras de estos últimos, apreciamos cómo sus autores depositan en la imagen su rostro sin cara, su rastro por el soporte; es lo que entendemos como gestos sin sujeto: paisajes lisos, llanuras de color o masas informes, donde la vista puede descubrir información sobre el propio espectador, pero ni una mínima respuesta surtirá de la obra. El contenido se encuentra, a lo sumo, en la persona que observa. El artista se retrata en el gesto de pintar o en el de distribuir los elementos en espacio, el sujeto representado es él, sin alusión a una figura humana, propia –autoretrato- o ajena. El contrapeso que equilibra o se resiste a este tipo de obras-pretexto es el elevado número de retratos directos que la colección contiene, apelativos e inquisidores, que nos remiten al otro lado de la moneda: sujetos, hombres, mujeres o niños que significan lo que sugieren con sus posiciones, sus facciones y la expresión de su cuerpo entero.
La primera inquietud proviene del modo en que las múltiples fisonomías han creado un lugar de asentamiento en el mundo sin obedecer al mismo ámbito geográfico: obras conceptuales, pintura rebosada, fotografías de los años setenta, instalaciones del siglo veintiuno. La segunda es la personalidad de la creadora del mapa de relaciones expuestas. Porque lo que se expone de la colección no sólo está a la vista: la relación entre las piezas, el vínculo que las sostiene es lo que podría entenderse como el nudo de la colección. Tramada en el espacio en blanco que une las obras de arte, la colección Sánchez-Ubiría reposa sobre una cadena invisible y conductora que anuda las piezas.
Cuando una obra linda con otra ambas desaparecen. El interlineado que se genera por proximidad, la separación entre cada pieza, es un lugar donde no se encuentra ninguna obra de arte al tiempo que aparece el sentido de la colección. Entonces temporalizar o contextualizar por separado cada pieza pierde sentido a favor del lazo; es como si al agruparse, cada una perdiera su carnet de identidad y volviera a nacer gracias a la ligadura que las separa en el espacio y las une en el tiempo.
Un pasaje de los cuadernos de Leonardo alertaba sobre las separaciones y contornos: “Las fronteras de los cuerpos son la cosa mínima. Esto es cierto porque el límite de una cosa es una superficie que no forma parte del cuerpo contenido en dicha superficie, ni tampoco del aire que rodea a dicho cuerpo, sino que es el medio que se interpone entre el aire y el cuerpo”. El final de un objeto o una pintura tampoco se encuentra en ninguna parte reconocible, palpable. En el límite de las figuras y los materiales, en esa línea de grosor invisible que no pertenece a nadie ni a nada, comienzan ambos: el de una obra de arte que invade y otra que se deja invadir, de manera que el recorrido por la exposición se configura por una serpentina invisible que hace que las obras participen de la comunidad, al tiempo que las borra del mapa. Hablaríamos de almohadillas como las que separan las vértebras y construyen la columna.
El cuerpo termina en nuestros dedos, o comienza en ellos, no hay un principio impuesto; pero se fuga al abrir y cerrar los párpados. Los ojos también son extremidades corporales que indican la falta de nitidez o credibilidad de cualquier contorno visible, sea un animal, un ser inerte o un cuadro ¿Dónde finaliza una obra de arte? Ni acaba, ni empieza. Donde se pierden o difuminan los límites de una pintura se revelan sus capacidades sígnicas, herméticas, a la vez que rudas o amables compañeras. El medio que se interpone entre el aire y el cuerpo es línea de grosor invisible, frontera de múltiples espacios y propiedad pública. El interlineado o el espacio en blanco que personaliza la colección configura el relato, una reunión de versos libres que abrazan el sentido en su contacto, como una rueda de personas en la que todos miran al que está sentado enfrente. La colección respira en el espacio de las salas que no está ocupado por las obras de arte.
Un manuscrito resultaría ilegible si el útil trazador no se despegara nunca del papel, los espacios en blanco hacen posible el texto. Las palabras en un escrito -como las obras de arte sobre la pared o apoyadas en el suelo-, se reconocen porque están alejadas unas de otras y unidas por el espacio en blanco. -¿Alguna vez han visto una exposición donde las obras estén pegadas? Sería un garabato, por alguna razón es costumbre darles un espacio para que respiren-. Si pudiera definirse el interlineado daría lugar al nombre de la colección, lo que la diferenciaría de cualquier otra. No es posible hablar de las más de setenta piezas que ahora recorremos pasando por alto el grado de contaminación generado entre ellas. El cruce de aromas y significados entre las obras de arte aglutina una personalidad, el regusto que las piezas generan entre si viene dado por un intercambio continuo de sensaciones cruzadas que se desvela al recorrer el conjunto.
Cada nueva adquisición resitúa la colección de cara a las obras que ya existen. Las piezas pasan de un almacén y un salón a un espacio público, pero no sólo son ellas las que están ahora a la vista, el trazo que las liga las acompaña y reúne. El criterio de la coleccionista está presente en cada obra y también la corriente de fondo que se ha trasladado al espacio público sin que se minimice su tensión. No hay portes para ella. El camino azaroso de su crecimiento, creado por identificación o extrañeza, nos obliga a generar discursos que vienen y van, impacientes, móviles, indefinidos. A partir de las relaciones que trazan las obras, el paisaje se compone de guiños intermitentes entre los focos de luz y las zonas sombrías. No hay descanso.
Paisaje de un retrato
Cualquiera de las exposiciones posibles a partir de los fondos, hubiese revelado la personalidad titular de su creadora: la colección funciona de modo irreversible como un autorretrato. Como en un espejo, la coleccionista del peculiar paisaje podría descubrir sus rasgos faciales más íntimos si pudiera despegarse de su colección y apreciarla desde fuera. Paseamos entre las piezas escogidas como en un bosque enmarañado de signos que serán siempre privados y referencias hacia Margarita Sánchez, desde dentro, desde su imagen construida poco a poco con imágenes de múltiples artistas. Al construir la panorámica, compuesta por imágenes manufacturadas por otros, tal vez hallamos encontrado una imagen más real que la reflejada en un espejo.
Para tomar posesión de nuestra imagen, una alternativa posible es doblar hacia dentro la sentencia: a semejanza e imagen. Primero las analogías, después ya veremos quién anda detrás. Partiendo de una carencia urgente -la imagen de una identidad propia-, aumenta el deseo de buscar, reunir y configurarse así el único negativo de nuestra fotografía más indescifrable. Recopilar imágenes que contengan un tanto por ciento del negativo original es una alternativa, pues escapando de uno mismo la posibilidad es ser uno mismo en otro lado, y encontrar las propias huellas dactilares en otras manos, tal vez cientos de manos.
Despegándonos de un ansia definitoria nominal, nos recompondremos en una fiesta de gestos que no nos pertenecen y sin embargo nos invitan a poseermos como imagen. Los límites del propio cuerpo no los marca una forma, sino el enigma –puzzle en inglés- que buscamos para reconocernos inimitables a través de él. Este deseo consiste en saberse imagen y poseer el único ejemplar de ella, producto de nuestro imaginario. Quizá sea posible vestirse con tanta ropa como piezas contiene la colección para después sacarlas y colgarlas en su armario, la sala de exposiciones. O tomar una fotografía de la exposición y al observarla, poder quitarse una pestaña anclada en el párpado. Crearemos una colección inimitable cuanto más nos acerquemos en ella a nuestro imaginario, a ese emblema dibujado en nuestra frente, hacia el que corremos y perseguimos sin cesar, a sabiendas de que está pegado a nuestro rostro y será siempre imposible de ver con los propios ojos.
Dos identidades equilibran la balanza: retratos directos por un lado, por el otro esculturas y pinturas pretextuales, sin más léxico que el de las tonalidades aplicadas y los elementos ensamblados. Figuras desprendidas de algún contexto lejano, superficies de color uniforme, materiales difíciles de significar más allá de la superficie: paisajes cerrados. En la panorámica de la exposición funcionan de contrapeso aquellas obras que incluyen personajes, sujetos que miran de frente a la cámara, dibujos y fotografías caracterizadas por la mirada frontal; directa, provocadora, apelando al espectador: retratos con los ojos abiertos. Puede que el tiempo haya gestado este doble perfil de la colección; los sujetos frontales y firmes en su actitud –los encontramos en la mayor parte de los dibujos y fotografías-, y en la otra esquina de la colección, piezas minimalistas y composiciones formales que asoman al lado de superficies abstractas, que no pueden atravesarse con el pensamiento y tal es su envite. La franja de grosor invisible que separa los dos perfiles uniformiza el conjunto. Del contraste surge una combinación equilibrada, una gélida y equivalente doble identidad. Un riesgo mesurado, una dulzura contundente: la contradicción es el eje final que armoniza el paisaje. La paradoja es el sello de la coleccionista como creadora de fronteras ilimitadas, capaz de tirarlas abajo y levantarlas con cada nueva adquisición. La etimología orienta, en este caso, la paradoja que habita en la línea de acción transparente: Intuir, intus-ire, “andar por dentro”. También el término alumbra otra semántica: intuición, vocablo del latín tardío intuitio, -onis “Imagen, mirada”, derivado de intueri “mirar”. Andar por dentro, mirar hacia dentro tal vez. Modificar el idioma de la colección, ir hacia arriba y hacia el frente sin tiempo a preguntas. El sentido de los versos de Juan Ramón Jiménez es claro: “Me andas por dentro/ mujer desnuda/ como mi alma…”
La miscelánea entre el exceso de información figurativa en unas obras y su carencia en otras, acuna la doble cara que sostiene esta colección de rumbo sumergido. En el reverso de cada portada se anuncia el siguiente punto: en las pinturas o “paisajes” planos se encuentran en estado vegetativo los retratos frontales, y viceversa. Las llanuras de significado se empapan del cruce de energías naif, sexual, elegante, suave y guerrero de los dibujos. Unas obras de arte invaden y otras se dejan invadir en ese espacio compartido y tierra de nadie, el medio que se interpone entre ellas que Leonardo apuntaba como frontera mínima y de grosor invisible.
Las colecciones se afirman en la unión de las piezas, llevan la rúbrica de la coleccionista en el interlineado y en este caso, el trazo vigila. Por reflejo tendemos a mirar donde hay algo que ver, no nos encontramos del todo preparados para ver nada, o intuir una cierta ligadura que ronda en el espacio desocupado. Hay un cuerpo de fondo, un ruido, un ojo o “golosina caníbal” como le definía Stevenson. Ojo de la conciencia, instrumento de seducción, herramienta para la inquietud sobretodo. Observamos como esta comunidad no jerárquica se perfuma, las obras de arte ya no son de sus autores, se sumergen en el dominio de una obsesión anónima.
El recorrido paralelo de la exhibición consiste en andar por dentro del imaginario de la coleccionista, autorretratada en un puzzle-working progress infinito. Una imagen panorámica que se desplaza a la velocidad de nuestro paseo y carece de dimensiones fijas; la sensación no se agota por más que variemos nuestro lugar en el espacio. No depende de una obra o de un artista específico, depende de todas las piezas expuestas y resulta lícito hablar de sensaciones aún sin encontrarles nombre, de otro modo no tendría demasiado sentido coleccionar o exhibir obras de arte. Si da que pensar será porque no se ajusta al lenguaje oral o escrito, y aquí bailamos añadiendo valores razonados y justificando porqués provocados por el visionado total. Un pequeño globo terráqueo, radiografía de un sujeto que anda por dentro de la colección.
Una persona busca algo o a alguien porque siente su privación, sin haberlo conocido todavía. Anda por dentro sin saber el nombre del recipiente, sujeto o preferencia. El diseño azaroso de la colección, las edades y estratos de su crecimiento son prueba de un deseo interminable. Tal vez nos parecemos a nuestras obras cuando han sido creadas desde la búsqueda o condensación de una carencia o necesidad de primer orden. “Ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer a una resistencia, ha dejado de partir de una semejanza y de una imagen”, escribía Lezama Lima: reconstruir un cuerpo o un ente a pedazos, con imágenes de otros y crear así un enigma que nos mantenga ocupados durante su elaboración.
La mirada exenta
Una moneda tiene dos caras y no es posible darle la vuelta, no posee una parte interna y por lo tanto, es todo exterior. “Irreversible. Doble cara de la colección Sánchez-Ubiría” pretende apuntar a una doble identidad sin reverso. La colección es irreversible porque se formula como autorretrato inimitable; posee doble cara porque vacila entre la mirada proyectada –obras de texto- y la exenta –obras de pretexto-. El escaso perfil de la moneda es lo que hace que una moneda no sea otra cosa y si imaginamos que la colección Sánchez-Ubiría es una onza inmaterial de dinero, la línea transparente que une las dos caras sería la colección. Si hubiésemos elegido entre cara o cruz hubiésemos perdido. Circular, el perfil irreversible anuncia la otra cara. Sin grosor invisible no habría moneda, ni puzzle o colección.
Cierto desasosiego surge del diálogo entre las obras, más allá del tiempo y la relevancia del contexto o sus autores en particular. Las obras de la colección se miran, parece que los visitantes están de más o retrasan la hora del cierre para que empiece una fiesta privada. Además del espacio en blanco de la pared o el suelo como vínculo silencioso entre las obras, está el morbo de la propia situación, las piezas cara a cara. Situarse delante de Helena Almeida y vigilar a Tunga, no perder de vista a Deacon considerando la pieza contigua de Thomas Struth. Rostro a rostro, enfrentadas.
La una pasión heredada por el arte africano, donde la colección Sánchez-Ubiría comienza, continúa en las obras de arte contemporáneo; una corriente de fondo continúa sin minimizarse, de manera independiente a la selección que ahora se expone. La mayor parte de la colección africana, no exhibida en la exposición, está formada por máscaras, torsos desnudos, hieráticos, ojos vacíos y posición frontal; son obras que aún sin asistir al evento se encuentran contenidas en él. Citarlas es necesario desde el momento en que percibimos que en la exposición se mantienen ciertas constantes de unidireccionalidad, hermetismo y silencio; sea en forma de persona que nos mira o en superficies sin perspectiva ni objeto, llenas o vacías a placer del espectador. En un capítulo titulado “Todo es invisible”, Ángel González apunta: “Afortunadamente, las korai y los kouroi, cuya divinidad es muy dudosa, se están riendo, aunque no faltará quien se pregunte si se ríen de algo que no podemos ver o se ríen de que nosotros no podamos verlo”. La mirada turbulenta que el gran ojo invisible de la colección genera es la fiesta escondida; no sabemos si las obras de arte reunidas se ríen de algo que no podemos ver, de nosotros, o nuestra ignorancia les divierte.
Aquello mágico, misterioso o que posee cualidades extraordinarias para las comunidades africanas, permanece latente en la postal clavada en nuestra retina. Marlene Dumas es una de las artistas cuya obra enlaza, junto con Richard Deacon, el entusiasmo de poseer un mundo de relaciones desconocidas, extrañas para nosotros, más allá de toda clasificación y de las múltiples pasiones que durante el siglo XX ha despertado el arte africano. Lo importante es que ese mundo se encuentra aquí, lejos de su contexto, para que no lo comprendamos y porque no tenemos acceso a él. El fervor hacia las fórmulas expresivas africanas indica una pasión de cara a un territorio inaprehensible, un deseo que busca lo que no entiende y se resiste a no abarcarlo de modo consciente. Quien adquiere un cuerpo blanco tallado, con los brazos extendidos perpendiculares al torso -sin la mitad inferior de sus piernas y el sexo cubierto-, pretende no entenderlo, no aproximarse al proceso cognitivo, supuesto sensible, y lo que tiene de obra de arte es la producción de éste y no otro sentido: buscamos fuera de nuestro contexto porque no hay razones para ello, no es necesario. Como tampoco es necesario coleccionar obras de arte, a menos que un propósito oculto haya animado la avalancha de adquisiciones, por ejemplo, la búsqueda de una semejanza.
Paisajes cerrados y retratos abiertos. La representación de la mirada en la colección Sánchez–Ubiría merece una atención especial, cada obra es un alud de picardía hacia la ingenuidad del espectador. Fotografías, dibujos y pinturas en los que algún personaje observa de frente y sin pudor, arrogante. Depende si se trata del ciervo perplejo de Fernando Renes, el retrato mútiple de Filipa César, un protagonista de los apuntes-collage de Liliana Porter, o la fotografía de una avenida de São Paulo de Thomas Struth, repleta de miradas acosadoras. Mirar a los ojos.
Sin permiso. También nos mira el muro descorchado con una sonrisa de Gordon Matta Clark, el cañón que nos apunta, obra de Félix Curto, o el sexo abierto y velado por Art & Language. Al lado de los retratos de personas, estas últimas piezas pueden resultar desafiantes; no resulta sencillo señalar donde se encuentra la mirada, si en alguien o en algo que también nos observa. Como la ausencia de ojos no impide el acto de mirar, las obras de arte con mirada exenta serían aquellas cuya falta de sujetos representados utiliza nuestros ojos para revelar la imposibilidad de mirada ajena. Es el caso de las obras de pretexto, Adrien Schiess, Deacon, Axel Hütte, Imi Knoebel etc. Podríamos anunciar que ocurre en algunas obras de arte contemporáneo de la colección Sánchez-Ubiría como Giorgio Colli sospechaba sobre las korai y los kouroi griegos: “En su serenidad, en su alegre dominio de la apariencia, en el esplendor de su belleza, está disimulada una amenaza…”. Esta sospecha lanzada por Colli la continúa Ángel González: “Pero, ¿qué extraña clase de amenaza sería la que no se ve? Colli toma por una amenaza lo que es un desafío: algo que sólo podemos ver o entrever en la mirada del que nos desafía”. La amenaza ya ronda hasta en la ausencia de mirada externa, alguien mira cuando nadie nos rodea. El desafío pertenece a quien lo soporte. Incluso en el el retrato oculto Lenin de Art & Language “Portrait of V.I Lenin in the Style of Jackson Pollock IV” se encuentra una mirada, tanto en el título como debajo de la capa de pintura perceptible. Acechan los nombres y las figuras, como si la colección entera se formulase bajo la desconfianza de cualquier lago.
La sospecha comienza cuando nos sentimos observados donde no hay ojos. La mezcla de surcos y direcciones que ocurre entre las piezas encamina la colección hacia la posibilidad de que haya espías en las obras y fuera de ellas. Algún voyeur desde dentro de las piezas repasa nuestros movimientos. Si los dedos son los ojos de las manos, observen a la vez estas tres piezas: “Stalker” -film de Andrei Tarkovski donde un perro vagabundea por “La Zona”, y que Tunga representa con una serie de fotografías en blanco y negro en las que aparece un mano dándole de comer al animal-, los puños enfrentados sobre el vientre de Helena Almeida, y el juego de magia de Igor Kopitiansky empapando los dedos en un pequeño bote de pintura. Un primer mensaje hiriente, otro contenido y suave el último. Los ojos de las manos nos observan y atraen nuestra mirada, para que la cabeza de los tres artistas pueda vigilar y reir sin ser visto. También es invisible la vida oculta en el edificio fotografiado de pasada por Thomas Ruff o en el prostíbulo de Atelier van Lieshout: -¿Quién va? La pregunta es lanzada por el espectador, no por el habitante; si hay alguien ahí y se está riendo apenas se oye nada. Gente translúcida, en este caso, es la que rezuma invisible alrededor de cada obra de arte. La característica que predomina en la colección es una completa inquietud, movediza como las arenas, un aire turbio creado por un puzzle que encaja sin la necesidad del contacto de las piezas en el espacio.
Como en la mente de un detective que no sabe exactamente por dónde vienen y van los tiros y busca pruebas tanteando al posible autor, así camina esta colección. Tal vez uno de los pretextos de coleccionar arte sea el de poseer una imagen que se resiste a aparecer de un golpe (La pulsión del coleccionista, 2010)

Álbum de Familia



Familiar Feelings, Sobre el grupo de Boston

Nan Goldin ubica la Escuela de Boston en el apartamento donde David Armstrong y ella reunían a compañeros y futuros amigos, como Philip-Lorca diCorcia o Shellburne Thurber. Goldin cuenta en una de las entrevistas realizadas por Manuel Segade, la obligada cita semanal del grupo. Hablaban de sus vidas y su obra, fraguándose en paralelo relaciones sentimentales, drogas compartidas, fiestas, amantes. La escuela se levantaba en cualquier sitio donde fuera posible conversar de uno mismo y contagiarse de los proyectos artísticos afines.
Familiar feelings comienza con los retratos frontales de Diane Arbus, admirada por todo un grupo de artistas que a mediados de los setenta formaron parte de una comunidad que retrataba su contexto privado y marginal. “La intimidad es hoy una moneda de cambio, pero entonces aún era una posibilidad de imponer un discurso amoroso por encima de la decepción y la rabia”, apunta el comisario de esta exposición sobre relatos individuales, creados en su día como expresiones independientes del rostro mercantil del arte, desconocido para muchos de los artistas que componen la muestra. Nos encontramos con elementos que aparecen una y otra vez en retratos de distinta autoría: lámparas de noche, animales domésticos y camas. Deshechas, recién abandonadas, con enfermos, amantes o un herido de bala semicubierto con una sábana blanca, fotografiado por Larry Clark. Camas sin deshacer aparecen en la serie de hoteles de Shellburne Thurber.
Sin vergüenza ni orgullo, cámara en mano, David Armstrong retrata a jóvenes arrasados por la heroína, dormidos o guardando la resaca. Una mujer malherida y su hijo en el mismo lecho, con los ojos cerrados. Sus obras comparten sala en el museo con una imagen en la que Diane Arbus capta la sonrisa de una adolescente con síndrome de down sobre la hierba de un parque.
Las imágenes funcionan como autorretratos de situaciones recién concluidas, sexo, picos, orgasmos. Instantes precisos: jeringuilla en vena, disparo en el muslo. Y también momentos de espera; preliminares, escenas sostenidas o a punto de acontecer. Hablamos de relatos cruzados, de imágenes con un marcado carácter sociológico, véase la obra de Philip–Lorca diCorcia en la que retrata a su amigo Vittorio en el hospital, arruinado por el sida en 1989, año en el que fallece de igual manera Mark Morrisroe. La exposición representa un álbum de imágenes que en su día desafiaron las convenciones del medio fotográfico, al mostrar un escenario iluminado por primera vez en la historia de la fotografía: los cuartos privados donde la promiscuidad y las drogas fueron capturadas sin trampa ni cartón. El medio fotográfico supuso para ellos una forma de entenderse a sí mismos, una enfermedad de transmisión cultural en una época repleta de vivencias selváticas.
El grupo de Boston se convirtió en la primera generación de artistas que exponía sus costumbres y paisajes, personales o ajenos, sin ningún tipo de artificio. Lo que su contexto gritaba eran las escenas que ahora podemos apreciar paseando por el museo, como si los artistas formasen un coro, cantando cada uno su partitura. Cada uno de ellos asume el papel de un policía que se autopersigue, que se denuncia a sí mismo, dentro de escenas donde el riesgo parece un modo de supervivencia. La cámara era el medio utilizado para revelarse a sí mismos.
En la segunda planta del CGAC nos encontramos con la saga de artistas más jóvenes, donde resulta evidente la absorción de la música y el estilo de vida punk por parte de las comunidades artísticas estadounidenses, fliers, carteles de conciertos, miscelánea de referencias cruzadas de modo más indirecto. En estas imágenes la superficie juega un papel de mayor relevancia; Mark Morrisroe dibuja en los cantos de las fotografías, Taboo! se enfrenta a la pintura como una drag queen a su armario y Gail Thacker manipula las polaroids, colorea o cose las imágenes. Thacker recuerda aquello que le decía Morrisroe a menudo: “If the lie is better than the truth, go with the lie”. A medio camino entre la actitud punk y la dandy, con treinta años Morrisroe realiza sus últimos experimentos fotográficos en la ducha del hospital.
Taboo!, tal vez sea la palabra deshechada por este grupo de artistas que mejor les represente. La obra de Jack Pierson cierra el recorrido por Familiar Feelings, con “Untitled (Diane Arbus), 1992”. Pierson agrupa sobre un bastidor entelado las hojas arrancadas de un catálogo de fotografías de Arbus, encoladas con la imagen al revés, dejando a la vista sólo los títulos y el año de realización. Tálamo de color crudo donde duerme la resaca de una noche cumplida. Tal vez a medida que se despiden de los amigos en sus habitaciones, la cama arrugada de aquellos primeros años de libertad, cede buena parte de su lugar al estirado lienzo. (ABC, El Cultural)

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