domingo, 9 de mayo de 2010

Caza de estrellas. Gilberto Zorio





Que el calcio de nuestros huesos o el hierro de la sangre, se hayan formado en el interior de estrellas que en la última etapa de su vida lanzaron estos elementos al espacio tras una gran explosión final, es una hipótesis enunciada desde el campo de la ciencia. El cuerpo celeste de cinco puntas, protagonista en la trayectoria de Gilberto Zorio desde los años setenta, representa el papel principal en la exposición del CGAC, realizada en colaboración con el Museo d´arte Moderna di Bologna. Nos encontramos ante obras emblemáticas que forman parte de un rastro de cuarenta y cuatro años de longitud. Composiciones significativas de un artista que nació en 1944 en la localidad italiana de Andorno Micca, y al lado de Penone, Giovanni Anselmo, Metz o Kounellis, es considerado una figura troncal del arte povera.
Todo comienza con el análisis y posterior diseño de Gilberto Zorio sobre el espacio donde se esparcirán las obras como semillas. El artista las dejará caer a lo largo del museo, reformado por unos meses con bloques de cemento, hasta formar una especie de cueva blanca y laberíntica, con líneas rectas y diagonales cuyo sentido obliga al visitante a desconocer el espacio construido por Álvaro Siza. “Me estimula la idea de construir una suerte de fortaleza capaz de conservar una dimensión de misterio” señala en la entrevista realizada por el comisario. Una vez perdidas las coordenadas espaciales, los elementos de la escenografía aluden a un ser cazador -canoas, jabalinas, pieles de animales, odres- y a un ser alquimista -metales, procesos de oxidación, erosión, calor, fósforo, azufre-.
El elemento que simboliza una voluntad cazadora es la jabalina, la estrella señala un anhelo de alquimia. Los dos signos coinciden en la misma dirección: búsqueda, deseo de presa, sed de alimento y de piedra filosofal. Hablando acerca de la estrella como símbolo de algo inalcanzable, Gianfranco Maraniello le pregunta a Zorio si se encomienda a arquetipos que sirvan como unidad de medida humana de lo incommensurable, y el artista responde: “Exactamente. Lo mismo vale también para la canoa, un instrumento de exploración que te lleva hasta donde no llegarías con tus propias fuerzas, un objeto con unas líneas esenciales que, en su forma ideal, es una jabalina cortada. Y esta es, a su vez, un instrumento que prolonga el cuerpo alcanzando aquello en lo que has puesto la mira; a la hora de ser lanzada se separa de ti, pero al mismo tiempo extiende tu posibilidad de agarrar las cosas”. Así es que la mayor parte de las estrellas que en varios formatos y presentaciones aparecen por el firmamento vertical del museo, se encuentran suspendidas por medio de jabalinas, o conformadas por lanzas metálicas. En la distancia acortada por Gilberto Zorio al casar dos símbolos, uno celeste y otro humano, comienza la historia del cazador que captura la estrella sin dañar su forma.
La “Stella di cristalo” (1977) se confunde con la sombra transparente proyectada en la pared. De aluminio y con luces estroboscópicas que apuntan a la pared, cuando “Stella Sparks” (2008) se apaga, es posible apreciar los granos de pintura fosforescente dibujados en el muro; el calor que desprenden las resistencias, provoca el retroceso de los espectadores hipermétropes, algunos tienden las manos hacia la línea de luz. “Stella Pirex” (2009) porta en sus extremos alambiques con fluoresceína y fósforo en ebullición que tiemblan cada veinte minutos, al tiempo que un silbido inunda la sala de repente. Zorio comenta el pavor que le producía el silbar creciente entre los árboles cuando era niño. “Canoa che avanza” (2007), también contiene un silbido, además de odres de piel de cerdo, una estructura de hierro y un compresor, interrumpido de vez en cuando por “La Internacional”.
Caza, animales, alimento. Estrellas, reacciones químicas, sustancias que brillan en la oscuridad. Las obras de Gilberto Zorio, dispositivos transitorios tanto en su referencia a la caza como a la alquimia, están compuestas por elementos que se desplazan –canoas, lanzas metálicas-, o se consumen -corrosión de los metales, lenta erosión de las obras de arte-. El tiempo y el espacio que atraviesan son materiales visibles en sus obras. El ritmo de los trabajos de Zorio es el de los cambios de estado, cada obra es un sistema abierto que intercambia materia y energía con el exterior.
Los procesos químicos responden de manera visual al paso del tiempo; combinarlos en una probeta o en un recipiente de zinc, significa o representa el dominio del hombre sobre los elementos que en el mundo se encuentran en estado libre. “La química es la física de la complejidad de la materia” definía Jorge Wagensberg. Gilberto Zorio no piensa la química, y desde otro campo de conocimiento y diferente punto de vista, confiesa el placer que obtiene al degustar la mutación visual que le es propia: “Me entrego a ella, a sus transformaciones, a un material impermanente, al milagro que le pertenece”.
En el s. XVII, Hennig Brand, alquimista a la búsqueda de la transmutación de los metales para fabricar oro (piedra filosofal inoxidable), recogió cierta cantidad de orina y la dejó reposar alrededor de dos semanas. Al hervirla quedó reducida a un residuo sólido, lo mezcló con arena y al calentar el combinado recogió el vapor que ascendía. Cuando el vapor se enfrió, se había formado un líquido sólido, blanco y cerúleo. Brillaba en la oscuridad y aquella sustancia recibió el nombre de portador de luz. Al lado del símbolo de la estrella, el fósforo es uno de los elementos más recurrentes en la obra de Zorio desde los años setenta, como él mismo dice: “para obtener el día y la noche”. También incorpora la luz negra  –ultravioleta-, utilizada en otros ámbitos para detectar firmas falsas, infecciones cutáneas o rastros orgánicos invisibles en condiciones de luz ambiental. Tanto si el calcio de nuestros huesos o el hierro de nuestra sangre hayan venido de allá arriba o de otro escenario, sus obras no tienen sombras o incógnitas por despejar. Representan los trofeos de un artista que persigue la transmutación de la obra de arte a la luz del día y la noche. (ABC, El Cultural)


domingo, 2 de mayo de 2010

Catalá-Roca. Limpiar la luz



“… se dirigió a la pared donde tenía colgada una fotografía suya, la cogió y la tiró al suelo. Me dijo: ¿Ves? Y si se rompe, se copia otra”. El comisario de la exposición recuerda estas palabras que el fotógrafo le dijo un día. La imagen no es tangible, como entendía Francesc Catalá-Roca (1922-1998), hasta el punto de reconocer que la posibilidad de multiplicar un negativo mil veces era el valor primero de la fotografía. Más allá de la reproductibilidad, cuando suena el clic del obturador, la imagen “ya está”. El resto es polvo, partículas sueltas de aquella matriz. Hablamos de ese polvo, de las fotografías impresas en papel, que no es lo mismo que hablar de la imagen que reproducen.
La fotografía representa el paradigma del lugar -como diría Lezama-: “donde la imagen se despereza soltando sus larvas”. Asigna un tiempo y un espacio a la imagen como platea de un mundo en construcción. “El problema de un fotógrafo es básicamente cómo llenar un agujero, qué poner en el hueco que constituye el visor de la cámara”, escribe Fontcuberta en el catálogo dedicado a la obra de un fotógrafo que se consideraba más cercano a la literatura que a las artes plásticas. Con el obturador de la cámara instalado en su ojo, la literatura posible en la obra de Catalá-Roca se encuentra en el segundo golpe de cortinillas, ante el papel donde aparecen impresos y sin ampliar, todos los negativos de un carrete. En las hojas de contactos apreciamos lo que no aparece en la imagen final, lo rechazado, las anécdotas que emborronan la instantánea elemental. Precisión: enfermedad básica de un fotógrafo, que propiamente logra que establezcamos similitudes técnicas entre Cartier-Bresson, Man Ray o Catalá-Roca, confeso admirador de ambos.
En los contactos de Catalá se encuentra el grueso marco desdeñado por el fotógrafo, la zona fotografiada que no veremos nunca, el margen de improvisación que rodea los acontecimientos, la extra-imagen donde imprime su firma al deshacerse de cualquier detalle fortuito. Con la visión de la hoja de contactos, es posible recorrer las fotografías desechadas hasta encontrar el encuadre definitivo.
Responsable de fijar al papel una idea de España cuando corrían los años cincuenta y sesenta, Catalá mostraba un imaginario firme en las guías turísticas que realizaba para Destino, o los reportajes con los que ilustraba diversos medios de comunicación. Su obra se caracterizaba por un meticuloso realismo, diáfano, una escenografía fresca y la preferencia por las reproducciones sin color. Catalá quería ser recordado en blanco y negro, como sus imágenes, sin arrugas, envueltas en aire limpio. Como ilustrador de realidades -siempre defendió la fotografía como técnica desartizada-, el color suponía contaminación, dramatismo, la realidad del mundo al ser fatigado. Escribe Chema Conesa: “Al observar muchas de las imágenes que Francesc tomó en color se puede apreciar que el cromatismo actúa como elemento perturbador, ancla la imagen a la técnica usada e interrumpe la fluida conexión con la memoria sentimental que se desprende de sus fotografías”. Tal vez en la fotografía documental -arte de la descripción visual a golpe de bayoneta-, antes de pulsar el botón, funcione la conciencia de estar generando recuerdos para el siguiente público, el porvenir. El blanco y negro ya es obra del s. XX, reconocía el propio Catalá: “Son dos colores que todavía nos resultan familiares, pero que desaparecerán en el futuro. Son dos colores falsos, no existen. Serán como el latín, llegará un momento en que no se entenderán”
Dos momentos clave configuran el espacio de la fotografía analógica, la captura, y la elección de la imagen contundente dentro de la imagen obtenida. El modo en que el fotógrafo actuaba delante del contacto decidía la historia a revelar. Al recordar cualquier imagen de Francesc Catalá-Roca, sea un documental por encargo o un trabajo personal, sobreviene la impresión de tomas impecables, a pesar del marcado carácter instantáneo de sus fotografías de calles, pueblos, animales y personas cazadas de improvisto. El blanco y negro desinfectaba la imagen; después habría que eliminar el ruido visual de cualquier toma, y concentrar en el papel el momento justo, o detectar las anécdotas para vestirlas de hallazgos. Una toma cualquiera de la realidad cotidiana no vuelve a ser irrelevante desde el momento en que se fotografía. Madrid y Barcelona en los años 50, la Gran Vía, curas, militares, esculturas de Chillida y Gargallo, la gitanilla, pueblos, toros y puestos callejeros, Salvador Dalí en el parque Güell, o la primera vez que abrió los ojos Joan Miró al recuperar la visión perdida en 1982 a causa de cataratas. Es el testimonio de su cámara.
La fotografía le confiere relevancia a cualquier momento que no la posee, por el mero hecho de detener las imágenes. La obra de Francesc Catalá-Roca retiene una escena en la superficie, se trata de fotografías que podrían romperse. No así el retrato de unas décadas cuyos más de 200.000 negativos descansan como imagen de una península inacabada. (ABC, El Cultural)

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