sábado, 31 de mayo de 2008

El muro que mira al atlántico



En la imagen de un búnker se encuentran todos los adversarios. Antes de enfocarlos como fósiles arquitectónicos integrados en la línea costera, ha de verse que la huella histórica de estos puntos de apoyo aislados, inmortaliza una espera saturada de enemigos. Imágenes sin torsiones de la guerra, faltas de mímica y hendiduras bélicas; el búnker pudiera parecer un cíclope de hormigón que se sienta a esperar y observa. “Para el hombre de guerra la función del arma es la función del ojo”, advertía Paul Virilio. El revés de la afirmación de Virilio significa a la cámara como arma de guerra. El acto de fotografiar lo llevaría a cabo el habitante del búnker, encerrado en el mirador o lente de visión que le dicta las imágenes que ocurren al otro lado. En su interior, todo el espacio es un fuera de campo. La línea que delimita el dentro-fuera del espacio acotado por el búnker es invisible, como aquella frontera perceptiva que asume el fotógrafo al apoyar el ojo en el visor de su instrumento. El hombre búnker también quiere capturar el instante; no es un farero que protege a los extraños, les denuncia de inmediato.

Son construcciones legítimas de la guerra, la síntesis formal del muro protector que vela por la exclusión del enemigo; en sus antípodas pensamos en los opuestos: el faro, la atalaya. Lugares visibles e inofensivos que desde lo alto emiten señales a los habitantes del mar para asegurar su llegada a tierra. En la actualidad se conservan más de 15.000 búnkeres desperdigados por las playas de Francia, Holanda, Dinamarca y Noruega, puntuando la costa atlántica como frente de batalla. La Fundación Luis Seoane es la encargada de rememorar algunas de las fortalezas construidas entre 1941 y 1944, cuyo cometido era el de vigilar el mar y defender tierras europeas durante la segunda guerra mundial. Atlantic wall consiste en una barrera continua de parajes aislados que redefinen y separan el lugar amigo del terreno adverso; también la situación de sus habitantes: a salvo o en peligro inminente. La línea del horizonte era la puerta del enemigo.

Las imágenes fueron el resultado de la travesía realizada por María Fernández y el arquitecto José Froján; consisten en vistas tomadas desde la playa, el campo o los caminos que conducen a la construcción; como si su cámara no fuese su punto de vista, parece que un búnker fotografiara a otro. Recuerdan a las creaciones de Le Corbusier -como Villa Saboya-, y a los paisajes habitados por hombres desprotegidos de Caspar David Friedrich. Estos viajeros azarosos que fueron destapando la costa europea, fotografían los elementos ubicados en un entorno, nosotros sabemos que estos refugios son construcciones creadoras de paisaje para quien los habita. Búnkeres, ostras que no guardaron perlas sino hombres que se comunicaban por radio y radar. Se trata del hombre búnker que vivía esa “experiencia interior” a la que se refería Ernest Jünger: una persona encerrada, provocadora de pensamientos e imágenes reconstruidas desde estos submarinos de tierra, barcos de guerra encallados.

Son lugares que lindan con la tierra, donde el contacto con ella es auditivo; el búnker esconde a un hombre separado y protegido cuyo contacto con el medio era audio-visual. Además de un edificio camaleónico para mirar lo que se avecina, sirve de endoscopio, a modo de utensilio introducido en el cuerpo para observar su funcionamiento. De este modo el hombre búnker se encierra en un lugar desde donde vigila y se transforma en una estancia que le observa.

Debe resultar inquietante enfocar y capturar un búnker de frente; nos referimos a aquellas imágenes de la muestra en las que el fotógrafo se sitúa en el punto de mira del edificio. Estos tanques inmóviles parecen fotografiar al dueño de la cámara, apuntarnos, radiografiar a quien les presta atención: como espectadores, en la muestra nos reconocemos enemigos para las fotografías. Estamos en el punto de mira de un doble disparo, lanzado por el hombre búnker y por el fotógrafo, quien nos coloca en la tesitura de objetivo a la vista. Es distinto fotografiarlo que observar su reproducción: el búnker es quien mira y encuentra a su adversario, la cámara intimida al receptor de la imagen.

Fernando R. de la Flor señala en el catálogo “estos testimonios melancólicos elaboran un duelo. No consienten la tendencia a olvidar tribulaciones pasadas. Su visión induce el modo en que se orquesta una elegía”. Estas cabañas macizas, insonorizadas como un estudio de grabación, representan un espacio sediento y saciado de alerta. Un frente de atención camuflado, vigilante de la costa occidental, preparado, listo para dar la noticia de una amenaza próxima. Si por un lado el hombre búnker aguarda la visión del enemigo, desconoce el fuera de campo, su alrededor no le pertenece. Porque los tanques están tierra adentro y su objetivo es móvil, giran sobre sí mismos, incluyen un sistema de visión múltiple que permite a los ocupantes abarcar el horizonte incierto del territorio enemigo. Esta es una diferencia con respecto al búnker, hierático, sin parte de atrás. Todo el que acecha sabe que es necesario cubrirse las espaldas. (ABC, El Cultural)

domingo, 18 de mayo de 2008

Volver a la partitura. Jorge Macchi




Aprender a perder, tal vez sea el signo más escondido en sus obras, con esa fuerza tan característica que proviene de la desilusión: el coraje de no olvidar, con toda la delicadeza del mundo, lo que no pudo ser.

El trabajo de Jorge Macchi (Bueno Aires, 1963) es un ejemplo de cómo convivir con un sueño malogrado, hasta llegar a asumirlo de tal modo que se convierta en una realidad a medio camino entre la timidez y la alegría: “Soy un músico frustrado”, dice. Recuerda el esfuerzo de infancia que le suponía aprender las partituras musicales de memoria, la pena de olvidarlas continuamente y tener que recurrir a ellas. El artista camina pegado a un recuerdo que con el paso del tiempo se convirtió en idea, motivo y motor principal de su prolífica obra. Algo persigue Jorge Macchi y de algo se escapa. Su recuerdo, su obra y él mismo, caminan en una paciente actitud de compromiso hacia aquello que admira, con un profundo respeto. Colabora con el músico Edgardo Rudnitzky, cuyas piezas sonoras corresponden al lenguaje visual de Macchi. El rumor musical en todas estas obras -que se acercan a pequeñas confesiones-, manifiesta su necesidad de volver a escuchar. Se percibe que no es un material, sino una urgencia, un tranquilizante, un acto no consumado.

El pentagrama es la figura más repetida entre las sesenta piezas que componen la primera retrospectiva de Jorge Macchi en nuestro país, distribuidas entre el CGAC y la iglesia vecina de Santo Domingo de Bonaval. Su trabajo parece las mil y una formas de echar en falta el contacto directo con los símbolos que dirigen la interpretación del músico; las notas que olvidaba son en parte las partituras vacías, los renglones que construye con frases de periódicos, con alambres o cuerdas.

Varias de sus obras se construyen a partir de impresos con el texto recortado, dejando intactos los bordes del documento; respeta la forma del material que manipula, agujerea ese espacio que le obsesiona, la partitura, el papel donde se inmovilizan las palabras y los sonidos. No escribe en las hojas, como si no quisiera molestar al soporte.

El azar y la reproducción exacta de esa casualidad, despiertan en la pieza donde reproduce dos cristales rotos de manera idéntica. En su trabajo se encuentran referencias a los ready–made y al vidrio de Duchamp porque el guiño de las imágenes y el contacto entre los objetos traslucen ideas redondas, pensamientos limpios y articulados desde la creación entendida por él como un “misterio a investigar”. En la instalación Time machine, la banda sonora de cinco películas a punto de terminar, recrean un solo tema en una de las capillas de la iglesia; los títulos de crédito se repiten en bucle en las pantallas. The end, infinito.

En Streamline, aparecen cinco líneas continuas de una carretera, vistas de frente, de modo que se oye en la sala el ruido de los coches cuando atraviesan el video. Un dibujo de un ciervo en actitud de beber agua, con una cornamenta exagerada, refleja su cuerpo como en un espejo. Sin solución de continuidad, de manera indiferente al medio en el que trabaje, la sensación que regala es uniforme. Hasta el punto en que algo no provocado por el artista se repite en cada pieza, y es la impresión que resulta cuando un artista no piensa demasiado en sí mismo ni en su obra o su repercusión artística. Jorge Macchi no parte de un concepto para realizar una pieza, enlaza o hace surgir las ideas a partir de su concreta puesta en escena.

Una fotografía del mar, cuya línea del horizonte se ve alargada por los dos muelles que la sostienen. En The speakers Corner, aparecen series de comillas impresas en papel de periódico, a las que se les ha quitado la frase que contenían. Todas las obras juegan solas y entre sí al mismo tiempo, hay algo de sinfonía en la muestra, o de consonancia por una obsesión. Elaborando un escalón de madera, al colocarlo en una esquina se dio cuenta de que recordaba a un ataúd. Así como las obras sorprenden al artista, atrapan al espectador; destilan ternura por al acto de comunicación y una cierta falta de confianza hacia la posibilidad de compartir o emitir cariño y fugacidad a través del gesto de dar, de regalar o buscar amigos por medio de la obra de arte. Una almohada forrada de cristales, otra ceñida a la pared por cinco cuerdas.

¿Qué echa de menos Jorge Macchi? El tiempo que pierden otros artistas en reflexionar sobre su resultado, Macchi lo consume produciendo nuevas respuestas al mismo recuerdo, una y otra vez; de lejos, de cerca, o conversando con él, parece que esté oyendo esa pieza musical que no recuerda. A fuerza de buscar y responder a esa presión que ejerce sobre el músico el olvido de la partitura, siembra sus obras como notas sobre un papel no pautado. Su objetivo primero, el ser músico, es su último proyecto, en el que lleva involucrado desde el comienzo de su carrera, añorado enemigo. (ABC, El Cultural)

domingo, 11 de mayo de 2008

La distancia entre la obra y su nombre

Parallel Walk
Guillaume Leblon

Cierta resistencia nos absorbe en la exposición de Guillaume Leblon (Lille, Francia, 1971); el carácter hermético destaca como nota principal, antes que la especial adaptación al espacio del museo o el aunar paisaje y taller en un centro de arte contemporáneo. Tal vez ese haya sido el motor creativo del autor, su intención primera o quizás el punto de vista elaborado a posteriori. El trabajo desplegado en las salas comunicantes del CGAC, resulta más rico que cualquier comentario analítico, reflexivo: o se atraviesan cada una de las obras de parte a parte o mejor será darse la vuelta y volver a casa.

Primer paseo. En la entrada exterior un cubo de hielo de un metro de alto; dentro, un árbol negro tumbado y teñido de negro, menos en la copa, que degrada hasta el blanco; aparecen unas bolas escondidas bajo una estructura amplia y de aspecto ligero, a pesar de su considerable tamaño; una fila de hortensias colindante se sitúa a lo largo de un escalón: aquí unos peldaños de granito negro, allí una construcción en arcilla amarilla, también con ladrillos de chimenea quemada; en seguida admiramos un grupo formado por delgadas tiras de vidrio verticales desde el suelo hasta el techo; en una sala más recogida, aparece apenas perceptible humo blanco a ras de suelo; más adelante se encuentra un video con el artista trabajando en su taller de París; en la última sala hay que rodear una habitación más pequeña de tabiques blancos, hasta llegar a la puerta de acceso, donde nos espera una estufa de leña construida con cerámica; en la pared de al lado, unas maderas horizontales con el nombre Javi escrito en tiza.

El recorrido espacial del segundo paseo es el mismo. El cubo tiene las mismas medidas que las piedras de granito de la entrada del edificio; “L´arbre” es el nombre del ginkgo, única especie vegetal que renació tras el bombardeo de Hiroshima, con la que actualmente se investigan las propiedades de las hojas para prevenir el alzheimer. Se titulan “Olives” las dos bolas de cerámica. La construcción de ladrillos es amarilla porque la arcilla está sin cocer, y la chimenea de tamaño medio se llama “Ni muro ni rincón”, por transformar hacia esa imagen el espacio de la esquina. Los peldaños de granito pulidos son “El objeto invisible”, las tiras de vidrio “La chasse”, el humo blanco “Landscape” y “Common heat” es el titulo de la obra donde se encuentra la estufa de cerámica. Con la segunda vuelta se descubre ironía, gracilidad por parte del artista a la hora de ensamblar conceptualmente el sentido de las obras; lo cual no evita la duda sobre si los títulos serán el lugar donde las esculturas se desgastan.

José Bergamín en “La decadencia del analfabetismo”, se refería al contacto lúdico que el niño mantiene con el medio y al orden no jerarquizado de su mirada, en contraposición al paulatino rigor impuesto por el orden alfabético. Esta última disposición de los elementos sobre el tablero de juego, que da forma a diccionarios y enciclopedias, aparece ante una situación caótica, extraña. Resulta bizarro procurarle, por principio, un orden a las obras, como si tuvieran que distribuirse en el espacio igual que una familia, un grupo de amigos o el índice de un catálogo. Para Bergamín el declive del analfabetismo suponía la quiebra de valores espirituales y lúdicos, como pudiera ser el segundo paseo entre las obras de arte de Leblon, tras informarnos de la vida discursiva que rodea cada objeto, y su razón de ser. Las piezas que crecieron dentro del museo son analfabetas; somos nosotros, tal vez, quienes creamos para ellas la necesidad de un orden; tratando de construirlo, a veces, las obras quedan solapadas, indefensas. El título es uno de los lugares de esta exposición: ante las obras, quizá los títulos sean extras: cabe pensar que la visita es un juego de esculturas e instalaciones hasta leer las esquelas donde se reciben los títulos. O al contrario, muy necesarios al formular el “paseo paralelo” con el que Leblon bautiza la muestra.

Algo de analfabeto tiene, en este sentido, el primer paseo. Por medio del título se nos invita a reflexionar, interrogarnos; en ese preciso momento, olvidamos lo visto para recorrer otro espacio: la distancia entre la obra y su nombre es el trabajo que Leblon ha elaborado. Parece evidente que los títulos fueron colgados cuando las obras ya estaban construidas y que el autor los utiliza para dislocar o engarzar unas con otras.

Existe la posibilidad de que la muestra no sea una reflexión sobre el paisaje, ni consista en hacerse nuevas preguntas acerca de los elementos que se encuentran en la naturaleza ¿Hasta qué punto, las teorías creadas en torno al trabajo de Guillaume Leblon pueden favorecer o perjudicar a las obras? Si no existiera separación alguna entre la escultura y su nombre, sería difícil construir un discurso alrededor del trabajo de Leblon; si las obras fueran manifestaciones sin título, no habría “paseo paralelo”, ¿qué decir de las obras de arte selladas?(ABC, El Cultural)

Bruce Nauman. Fuente de cien peces. On-off



Lluvia, tormenta, grifos abiertos, o qué es lo que suena y de dónde viene semejante barullo. Fuente de cien peces es el título de la obra instalada por Bruce Nauman (Indiana, 1941) en la Fundación Serralves de Oporto: noventa y siete peces de bronce pendientes de alambres, sujetos a una estructura metálica, sobrevolando una piscina negra. Distintas especies orientadas en varias direcciones, de las que brota agua a través de orificios violentos, como si les hubieran cosido a tiros. El agua sube hasta ellos por unas mangueras transparentes, una sinfonía de hilos invade el centro de la sala, de manera que sólo es posible rodear la piscina. De pronto los dispositivos dejan de bombear y los peces gotean; tranquilamente, se puede oír a la gente charlando: Silence. Las diferentes intensidades y el volumen de los chorros son intervalos programados: on del agua a borbotones, off de un fluido intermitente, como si fallasen los circuitos o la energía flaqueara.

Una calculada agresividad se encuentra en los trabajos donde Nauman utiliza el lenguaje como medio de provocación, de manera literal, como un bloque compacto en el que no se encuentra un posible acceso. Antes de entrar en la sala, un video repite continuamente el aforismo: “O verdadeiro artista é uma espectacular fonte luminosa” (The True Artist Is an Amazing Luminous Fountain). La frase se dibuja y oye, dirigiéndonos a la habitación desde la que el sonido brota. El artista como transmisor de símbolos y supuesto comunicador, vuelve en estas dos piezas a figurar como sospechoso; resulta irónico que el acto de comunicación se revele en la franja donde el receptor recibe una información clausurada.

Tanto la frase elegida, como el on-off de la potencia del agua, se sitúan en el perfil impermeable del lenguaje: obras incomunicantes, escalofríos con vestido de escultura. Un provocativo silencio contagia el recinto; cuando los espectadores rodean la pieza observando los animales de bronce fundido, y el volumen de los chorros que emanan los peces disminuye, el público retrocede ante el rumor de una sorpresa. Acción y pausa intercambian sus significados, la obra funciona apagada y es en el silencio, en el recinto cerrado, donde se puede oír sin interferencias el sonido. Es en la alteración de los ritmos por las bombas de agua y en la ubicación de la Fuente en un espacio cerrado, donde la instalación baila, el espacio donde el sonido y el sentido brotan.

El circuito se encuentra cerrado por una resonancia y la fuente de la que proviene, la imagen y la montaña sonora se corresponden. Nauman propone una visualización redonda en la que el ruido es el principio, el fin, y más: lo que el espectador pueda o quiera oír. Respuesta plástica que da lugar al sonido, lo cual no quiere decir que la materialidad de la fuente sea innecesaria, sino asombrosamente cerrada: delante de la instalación, el ruido podría ser descifrable pero pasa desapercibido: gracias a localizarse en una sala y no en un espacio abierto, pudieran ser aplausos.

El sonido de las fuentes lleva siglos acompasando las plazas de las ciudades y a sus habitantes; los paseantes admiran las esculturas que dejan deslizarse al agua, como pequeñas cascadas urbanas que apaciguan el tránsito. Fontana de Trevi, fuente del Tritón de Bernini; Bruce Nauman ha reunido elípticamente a los dioses en su pedestal acuático, están allí, pero no representados por cuerpos exuberantes, sino como un banco de móviles detenidos en al aire, cuya presencia sonora es más fuerte que el volumen físico. Fuente de cien peces fue elaborada bajo las premisas y materiales de una fuente clásica, -en la imagen estricta de la palabra-; el hierro, el bronce y el agua en sus varias intensidades, murmullo o fuerte estruendo. Una diferencia reseñable con respecto a la Fuente de Neptuno en Florencia, por poner un ejemplo, es que al situar Nauman la suya en un espacio protegido -el museo-, el sonido abarca primero el espacio, antes que el monumento. La obra de Nauman se parece a la obra de Nauman; como si se dedicara a cumplir caprichos insustituibles que nadie detecta. Sin Neptuno o Tritones representados, el artista ha construido una fuente para un espacio interior. Nos encontramos en una plaza cubierta: la sala del museo nos permite oír aisladamente el agua, pero aquí no se pueden tirar las cáscaras de pipas al suelo.

En el primer contacto con el museo, cuando se entreoye la jauría de ruido, el sonido indica el camino para encontrar la obra. Mas tarde la potencia de la imagen, una vez descubierta, insonoriza el ruido del agua, de modo que la vista opaca o desplaza la Fuente a un segundo plano; cuando la visión se acostumbra al rumor ocurre lo contrario, es el sonido quien sostiene el espectador. En el tiempo programado de los controladores de intensidad del agua, surge una ligera desconfianza hacia la obra. Un callado y provocativo golpecito proviene del on-off, el público lo siente en sus carnes. (ABC, El Cultural)

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