domingo, 3 de agosto de 2014

Score




Cuando el visitante se sienta a descansar en el espacio panóptico del MARCO, después de haber visitado las más o menos dieciocho obras audiovisuales que componen “Score”, puede empezar a vislumbrar algo de entre todo lo andado por las salas. Al apoyarse en los almohadones rojos y escuchar la obra de Jacopo Miliani (Profondo Rosso – Cinema d’ascolto, 2014), las personas que giran alrededor del espectador apoyado en el suelo aparecerán y desaparecerán por las salas; sus voces se confundirán con las de los auriculares que lleva puestos y con el audio de algunas piezas en exposición. Todo se acaba por mezclar inevitablemente.
La proposición de las comisarias ha sido seleccionar una serie de instalaciones y obras de videoarte y cine experimental en las que la imagen y el sonido se divorcian a favor de una libertad de movimiento y expresión. Se divorcian, se separan por un tiempo o se vuelven a unir. Se trata de una exposición centrada en las relaciones de la imagen y el sonido a través del término “Score”, que significa tanto corte y rasguño, como partitura o banda sonora.
El conjunto de obras no pretende reunir piezas clave, sino exponer distintas manipulaciones de la materia prima audiovisual para generar trabajos personales, como “Looking for love” del estadounidesne Christian Marclay. El vídeo es del año 2008 y consiste en la grabación de la mano del artista buscando con la aguja del tocadiscos la palabra amor por vinilos de los años cincuenta y sesenta. En la exposición también encontramos desde ejemplos del cine estructuralista como Tony Conrad o Dóra Maurer hasta la instalación de vídeo de Douglas Gordon, “Feature Film”, de 1999.
En esta última instalación de Gordon, dos pantallas se reparten el protagonismo; en la primera aparece la gran proyección de la banda sonora de Vértigo, de Alfred Hitchcock, en manos del director de orquesta James Conlon. Al fondo de la sala, una pequeña televisión reproduce la película en mute, de modo que el sonido procede de gran pantalla que arroja la imagen del músico. Por un lado, el espectador mirando hacia arriba puede escuchar y observar la representación orquestal de la película; por el otro, puede caminar hasta el fondo de la sala y bajar la mirada hasta la pequeña televisión silenciada. El espacio intervenido envuelve al visitante en una plena experiencia auditiva, luminosa y lúdica de una obra maestra del cine.
Ya en 1991 Michel Chion definía el concepto de audio-visión, (percepción ligada al cine y a la televisión) como la experiencia donde la imagen es el motivo y el sonido lo que rodea la pantalla y crea propiamente el medio audiovisual. Y en la realidad cotidiana también hablaba el pensador francés de audiovisiones, pues no se refería con este término a otra cosa que a la influencia de la escucha en la visión. La obra de Douglas Gordon o el descanso en el centro del panóptico observando a los visitantes, podrían ser ejemplos de audiovisiones.
A estas alturas del s. XXI ya todos sabemos que no sirve establecer una relación de predominio de un campo sobre el otro (el órgano visual sobre el auditivo o viceversa), ni inventar una dependencia donde hay sincronía y el espectáculo ocurre solidariamente. Así que M. Chion definió el término hermano, la visuaudición, el fenómeno perceptivo que define como: “concentrado conscientemente en lo auditivo, pero donde la intuición está acompañada y reforzada, así como parasitada por un cierto contexto visual que la influencia y proyecta sobre ella ciertas percepciones”. Conclusión: sin la intuición que dormita en los estímulos sensoriales necesarios para percibir una obra de arte, sea audiovisual o un artículo con el que tropezar en la sala de un museo, no habría fenómeno estético, gramático o mínimamente interesante para el observador.
Entendamos la muestra como un paisaje de visuaudiciones o audiovisiones, el caso es que cada uno cocina a su manera el sonido con las imágenes. Así que sentados en la instalación sonora Miliani, podemos ver, oír y mezclar las obras que forman “Score” desde dentro de una de ellas; y ver que por las pantallas del fondo cruzan sombras y personas con sus ruidos y sus mochilas, al tiempo que en nuestra cabeza todavía vibran algunas de las proyecciones que se reparten por las salas. (ABC Cultural)

miércoles, 16 de julio de 2014

Mark Manders. Para saber, ver y leer


Durante la primera exposición individual en España de Mark Manders (Volkel, Países Bajos, 1968), pensé en aquello que Jean Genet escribió en el Objeto Invisible: “Las ideas que no sirven para nada deben ser protegidas y provocar el canto”. Y las obras de arte. Tal vez debería existir en el mundo algo así como una zona dedicada a obras de arte que no sirven para nada: solo para aquellas creaciones que poseen ese valor en alza en los últimos años. Valor que consiste en provocar la intranscendencia, la inmaterialidad, la fugacidad y la borrosa certeza de que en su contemplación se ha aprehendido algo. En palabras del artista: “Todos mis trabajos aparecen como si estuviesen recién acabados y hubiesen sido abandonados por la persona que los creó. No existe diferencia entre una obra hecha hace veinticuatro años o tan solo un día. Como las palabras en una enciclopedia, están ligadas entre ellas en un gran súper momento que se encuentra siempre unido al aquí y al ahora”. Mark Manders recrea el tiempo de la lectura, de la narración interior.
A lo largo de su trayectoria podemos ver que como artista es un escritor al que poco o nada le interesan las palabras que definen imágenes, sino las imágenes que cada espectador transforma de nuevo en creaciones visuales. Manders lo cuenta a raíz de un plano trazado en el suelo con instrumentos de dibujo que lleva por título “Self Portrait as a Building” (Autorretrato como edificio, 1986): a partir de aquella obra empezó a escribir un libro en forma de autorretrato con objetos. De ese modo, según Mark Manders, el espectador/lector y el artista/escritor crean un autorretrato suspendido entre ambos. Aquel plano que aún hoy en día revisita, fue su primera máquina de escribir.
Las obras de Manders se sitúan en el campo de la escultura y juegan con los materiales y las proporciones de los objetos para crear ensamblajes de grandes o pequeñas dimensiones. Podrían extraerse características comunes desde aquella primera obra de 1986, como los ejes de simetría distorsionados, la figuración animal, la distancia ahogada entre los objetos, el bronce pintado, las sillas, etc. pero no resultaría tan relevante como esa sensación de atrezzo seco, extraño, hierático. Parece que las obras fueran diseñadas por un escenógrafo sordo para una función de microteatro sin actores y sin narración posible que valga la pena ser dictada en voz alta. (ABC Cultural)


domingo, 20 de abril de 2014

Mascarada. Chelo Matesanz



Toda retrospectiva es arriesgada precisamente porque podemos observar las zancadas y las distorsiones del quehacer vital de un artista a través de los años. A grosso modo, en las telas y esculturas de Chelo Matesanz (Reinosa, Cantabria, 1964) podemos distinguir tres períodos: los collages y el controvertido imaginario infantil de los 90, las manchas propulsadas en la primera década del s. XXI y las labores de costura y figuración con las que se cierra la muestra.

Los años noventa fueron los peluches sexuados, collages de bocadillos de comics porno y la apropiación de la estética de los clichés del imaginario infantil. En palabras de Matesanz: “es la mirada perversa del adulto la que hace que la lectura pueda ser más o menos agresiva, en función de sus propios límites”. Se trata de guiños humorísticos realizados con una mordacidad ligera y polémica; un corta y pega irónico que tiñe de morbo un territorio virgen: la niñez bañada de violencia y sexualidad.

Del comienzo expositivo característico y reconocible en la trayectoria de Chelo Matesanz, lleno de significados disfrazados a través de la suma retorcida de juguetes y juegos infantiles, pasamos a las manchas sobre lienzo, sea tinta sobre papel o fieltro cosido sobre lonas reproduciendo salpicaduras. Con un lenguaje que combina a la perfección con el “Jerk-off Anime Boy” de Takashi Murakami, la artista presenta Lo que Lee Krasner podía haber hecho…pero no hizo” (2001), y en efecto, es el espectador quien tiene que proyectar qué es lo que Lee Krasner podía haber hecho respecto a su marido Jackson Pollock.

En la última sala de la exposición, donde se encuentran bustos de cabezudos y la serie de retales cosidos sobre telas que representan personas extraídas de los carnavales cántabros y gallegos, podemos releer la dilatada fiesta escondida desde los noventa en la trayectoria de Matesanz. A medida que pasan los años, las obras añaden tiempo físico sobre el soporte, las imágenes ganan en levedad conceptual y los títulos pelean por mantener algo divertido en todo ello.

Del 2000 a esta parte datan obras como “Te conozco bacalao aunque vayas disfrazao” (2006), una mascarada tradicional de peliqueiros y zamarrones dibujados con pespuntes y telas sobre un lienzo de grandes dimensiones. En otra de sus piezas una especie de Leda atómica corona la tela: “En el musgo de los troncos la cobra tendida canta” (2009). Los títulos de las obras de estos últimos años reavivan ese pellizco humorístico de los 90. Gracias a ellos, asoma un gesto aliviado en la cara de los espectadores. “Dios nos ayude a aceptar todo aquello que no podemos cambiar”, dice la pancarta cosida con el lema popular que abre la exposición.

Como cada visitante muerde las obras a partir de sus experiencias y es cierto que el espectador tiene que trabajar al visitar la exposición, uno proyecta sus vivencias personales o ciertas referencias artísticas. En cuanto a la última etapa de disfraces y cabezudos, me voy a la figuración carnavalesca, macabra y enérgica que George Condo celebra con brío en sus pinturas. Condo le llamaba a su figuración surrealista “cubismo sicológico”; decía que su estilo explota "nuestras propias imperfecciones -lo privado, los instantes que pasan inadvertidos o los aspectos ocultos de la humanidad”. De alguna manera ese “cubismo sicológico”, turbio y explícito atraviesa la trayectoria de Matesanz; se va apagando en los lienzos y las esculturas, pero a través de los títulos recobra el aliento de algo parecido a lo que definía el pintor norteamericano.

De un lado, “Mis cosas en observación” resulta una pequeña celebración de la pasividad, de los seres que padecen, incluso en los últimos años parece la propia artista quien se decanta por el rol pasivo, como si un presentimiento de abulia sobrevolase la exposición. Subordinada a la creación como reflejo involuntario de los músculos de la mano, Matesanz parece reinterpretarse como sujeto pasivo de su trayectoria pasada. Lo que comenzó siendo mordaz se va calmando con el tiempo, transformándose de manera irónica como en desidia, falta de apetito. Del otro, puede que este haya sido el objetivo de la creadora: la parodia del artista como sujeto pasivo. (El Cultural, ABC)

martes, 28 de enero de 2014

93. CGAC. Por muitos anos





En el año 1989 abría sus puertas el IVAM, el Instituto Valenciano de Arte Moderno; en 1992 el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía y en 1993, el Centro Gallego de Arte Contemporáneo. Sea instituto, museo o centro de arte, en aquellos años se asentaron en España los lugares de profesionalización, desarrollo y acercamiento al arte contemporáneo. Serían las tres casas donde se albergarían las primeras grandes exposiciones y proyectos de comisariado para el público español de manera permanente. Uno en el Levante, otro en el centro y otro en el Atlántico, los refugios supusieron un antes y un después para la entrada y salida de artistas nacionales e internacionales. Como instituciones culturales estos lugares marcaron la línea de acción de centros públicos posteriores. Uno de sus méritos fue su marcada posición de defensa y protección del arte contemporáneo; abierto al diálogo con todo aquel que cruzase sus puertas.
El CGAC cumple veinte años de recorrido y lo celebra con la exposición que lleva por título 93, año de finalización del edificio de Alvaro Siza y de arranque del proyecto cultural y expositivo que se describe en su web y cuya definición actual podría decirse que sigue vigente desde 1993: “El Centro Galego de Arte Contemporánea es un espacio de difusión cultural cuya función es dinamizar el panorama artístico actual y reflexionar acerca de la diversidad de las conformaciones culturales en la sociedad contemporánea”.
Las más de ciento sesenta obras desplegadas a lo largo de los espacios del museo tienen en común el año de su creación: 1993. Nada más. Sólo dos piezas forman parte de la colección privada del centro compostelano y más de cuarenta instituciones han contribuido en la elaboración del mapa de aquel año de inauguración en Santiago de Compostela.
Entre las múltiples lanzas discursivas que podrían trazarse aleatoriamente (sin que ninguna venga al caso) dibujaría una línea azarosa, como una cuerda de tender la ropa. La pinza de un extremo sería la pieza del colchón de gomaespuma sintética de alta densidad de Rachel Whiteread, “Sin título (Air Bed)” y al otro lado se encontraría la obra de madera y acero de Manolo Paz: “New York”. Todas las obras desde Paz a Whiteread (por situar dos puntos en una línea que en realidad no existe ni interesa imaginar) serían como esas pinzas a lo largo de la cuerda tensada. La escultura de Rui Chafes, los videos de Gary Hill y Douglas Gordon, la instalación de Thomas Hirschhorn, las fotografías de Gursky, Sam Taylor-Wood, Julião Sarmento o Thomas Ruff y un largo etcetera, conformarían la imagen elegida por Miguel Von Hafe para representar el año 1993.
A menos que una exposición se presente llena de obras sin ningún nexo entre ellas, sin discurso o argumento más allá de la fecha de creación, casi no percibimos ni recordamos los pasos que han dado los artistas hasta que su obra se convierte en reconocible antes de mirar la cartela con su nombre. Dibujar un contexto de hace veinte años nos hace pensar en cómo eran las cosas y cómo nos las han contado: los artistas que ya no están, la evolución de unos, la involución de otros, los volantazos creativos que han salido bien y los fracasos y callejones cerrados en los que se han metido algunos.
Las obras de arte se ubican en el museo sin la tensión de ajustarse a un patrón de reconocimiento semántico; con la misma independencia y sentido lúdico que rebosa el tiempo de recreo de un colegio en el que los niños juegan sin mandilones. Ellas están tranquilas en su lugar y dejándose ver por separado, sin interrumpir el curso de las obras vecinas o colisionar con la puesta en escena de diferentes estilos e intereses; comunicándose las unas a las otras sus ganas de comerse el mundo. Cada obra de arte así expuesta, en compañía pero siempre hablando sola, me recuerda aquello que Adorno escribió en su “Teoría estética”: “El rinoceronte, bestia muda, parece decir: soy un rinoceronte”.
Qué mejor manera de celebrar el aniversario de un alojamiento público para el arte contemporáneo que dispersar obras de arte como velas en una tarta para soplarlas y aplaudir y que se cumplan muchos más. (ABC, El Cultural)

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