sábado, 3 de enero de 2009





JIŘI KOVANDA. PINK CARPET
Las huella de Jiri Kovanda

  Transportar agua de un río con sus propias manos para volver a depositarla en la corriente, huir de sus invitados, esperar una llamada telefónica, llegar demasiado pronto a una cita, mirar fijamente al sol, tropezar con los transeúntes. Son algunas de las acciones con las que Jiri Kovanda (Praga, República Checa, 1953) comienza en los años 70 documentadas por el fotógrafo, único espectador, y traladadas al museo por medio de apuntes, fotografías y descripciones. Kovanda acude a la acción como tantos artistas que recurren a este modo de expresión, con la desesperanza de albergar una identidad extraña, procurando un argumento anestésico o un placer momentáneo a resolver por medio de acciones desinteresadas. Las performances de Kovanda se definen por contraste, por la distancia de su trabajo respecto a las experiencias físicas de artistas como Marina Abramovic o Chris Burden, y la diferencia entre ellos radica en los distintos modos en que cada uno dirige sus acciones hacia la afirmación, la pérdida o el encuentro de una identidad.
  En el vértice opuesto al de los ademanes espectaculares, el tono o la declamación de la voz sumergida en las acciones de Kovanda proviene de la mudez más radical, la de quien se expresa por medio de gestos y muecas sin esperar nada a cambio. Como un diario personal cuyas páginas se rellenan de vez en cuando, los acontecimientos mínimos de Jiri Kovanda, realizados de puntillas como sin querer molestar, aluden hacia lo prescindible del receptor de la obra de arte. Obras desapercibidas, acciones inútiles si Kovanda no hubiese cometido la prudencia de documentarlas. A saber las performance de las que no tendremos noticia nunca.
  Cuando ya un cierto sentido autodestructivo rodeaba sus acciones mínimas -la sordera, la incomunicación denunciada en sus performance con dulce sumisión, sin reclamos hacia un malestar definido- Kovanda se esfuma como protagonista de su obra. A partir de los años 80 abandona las discretas acciones y comienza a crear objetos que altera de modo sutil, manipula elementos cotidianos y elabora instalaciones mínimas, como el recogedor con una cuerda cayendo del mango, o la mesa dividida en cuatro partes, encajadas cada una de ellas en una esquina de una sala del CGAC. De su trabajo objetual y sus pinturas se ha destacado tanto la ironía hacia las manchas de Sigmar Polke o Pollock como la influencia de los ready-made de Duchamp, pero tal vez lo obvio de las referencias a otros artistas, en su caso no excluya lo valiente de posponer el encuentro consigo mismo, o al menos una identidad en la que reflejarse.
  La comisaria de esta primera primera retrospectiva de Jiri Kovanda fuera de su país, Edith Jeřábková, transcribe el cambio de miras que lleva a Kovanda a abandonar sus acciones a finales de los 70, cuando el propio artista confiesa que “su propia presencia física se ha hecho irrelevante, que lo único que se necesita es su huella”. Punto y aparte en la trayectoria de Kovanda, el hecho de conformarse con lo que deja tras de sí. La temporada objetual y pictórica se transforma casi en una lapsus personal, hasta que a comienzos de los 90 vuelve a realizar acciones. Para Kovanda estos dos polos opuestos, la presencia y la huella, dibujarán desde entonces su trabajo, se balanceará entre los assamblages, collages y pinturas y la performance, como Kissing Through Glass del año 2007, donde utiliza el video como registro y de un modo inevitable, la idea se esfuma detrás de la reproducción exacta del acontecimiento.
  Con humor e ironía se mueve entre construcciones con materiales olvidados o prestos a la desaparición, azúcar, espaghettis, objetos viejos, cartones, cajas de cerillas, maderas, clavos, lana; ninguna de las intenciones sarcásticas de los objet-trové se trasluce en sus performances. El doble filo revelado en la trayectoria de Kovanda, el de performer y el objetual, el de visos románticos o el de corte surrealista, anuncia una conciencia de desposesión salvaje sobre el objeto artístico. Son sus obras las que le descubren, señalan a su autor, sobreexponen al sujeto y lo denuncian, lo identifican. Incluso cabe la posibilidad de entender al artista como el objet-trouvé de sus obras, pues son ellas las que remiten a él, como un lugar en el que se enuncian dos significados contradictorios, donde se conectan el sentido del humor y el de la insignificancia. Siguiendo las huellas que Kovanda ha ido dejando en casi cuarenta años de pausado forcejeo entre el sarcasmo y la incomunicación, toman sentido sus palabras cuando decía que sus huellas eran suficientes. Dejando un rastro de sí mismo, en un momento dado, tanto él como nosotros podemos seguir las pisadas, deshacer el camino y leer la incomodidad de enfrentarse de continuo a una identidad única que nunca llega. (ABC, El Cultural)

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